jueves, 13 de diciembre de 2007

El hombre que se fue de a poco




Fue durante la cena en que celebraba su primer año de noviazgo con María Batracia Peláez, que Nicolás Sotanovsky tuvo acceso a dos verdades irrefutables.
La primera, fue que María Batracia era la mujer de su vida.
La segunda, que había llegado la hora de cambiar de vida.
Mientras disimulaba felicitando al maitre por el punto de cocción de su steak tartare, Sotanovsky comprendió el porqué de esa urgencia de fuga: El incorregible empeño de María Batracia por hacer honor a su nombre. Y no es que la voz de la muchacha fuera en modo alguno ronca o desagradable; por el contrario; hasta sus eructos eran tan cristalinos y melódicos, que un célebre productor milanés de bel canto, grabó con ellos un disco titulado “Y ahora vas y te remueves en la tumba de rabia, María Callas”, que se puede adquirir en las tiendas especializadas o en su top manta de confianza.
Tampoco podía decirse que la piel de María Batracia fuera áspera o de tonalidad verdosa: en realidad su blancura obligaba a Sotanovsky a utilizar gafas de sol cada vez que se metían en la cama, y la epidermis de la muchacha, más tersa que la mejor porcelana china, hacía que el fogoso amante, cuando tomaba carrerilla en la puerta del dormitorio para abalanzarse sobre ella, acabara siempre resbalando y empotrándose contra la pared.
Con respecto al cuerpo de su novia, baste recordar que durante unas breves vacaciones en Polinesia, los nativos la bautizaron con el nombre de “Tohpharribhha”, que quiere decir “Aquella cuyas tetas se burlan de la Ley de la Gravedad”.
Pero Sotanovsky debía abandonar a María Batracia, porque la muchacha, posiblemente la más apasionada y lasciva de la ciudad, hacía honor a su nombre: María Batracia quería morir virgen. Y combinando ambos factores, se pasaba los días y las noches provocando el deseo de Nicolás, sin nunca llegar a darle salida, o mejor dicho, entrada.
A fuerza de no consumar, Sotanovsky se consumía.
El joven, dotado del temple de un Espartaco, la genialidad táctica de un Aníbal, la sutileza de un Atila, y la fortaleza de carácter de un Gengis Khan, hubiera sido un héroe de leyenda, de no mediar un pequeño detalle: era, también, un maldito cobarde.
Necesitaba dejar a María Batracia, pero era incapaz de hacerlo.
Este titánico debate interno comenzó a resolverse por si solo, esa misma noche en el dormitorio, mientras María Batracia, desnuda en incitante, ensayaba para su novio posturas sicalípticas que hubieran alterado a un santo e incluso, a la talla en madera de un santo o beato con influencias suficientes en la sede papal.
Sotanovsky comenzó a irse de a poco.
Primero se marchó su pene, y al no ser notable ni por tamaño ni por consistencia, al no haberlo notado nunca dentro, María Batracia tampoco notó su fuga. A la mañana siguiente, mientras ella dormía boca abajo y su novio no se atrevía a parpadear, hipnotizado por el ojo insomne del sexo abierto de Maria Batracia, se fueron los ojos de Sotanovsky. Ella tardó en advertir la ausencia, pero lejos de preocuparse, pensó que Nicolás los habría dejado en cualquier parte, como hacía con las camisas.
A mediodía, se fueron sus codos y rodillas, porciones corporales de natural rugoso a los que María Batracia no encontraba ninguna utilidad práctica o sexual, aunque en este último terreno Sotanovsky había tenido un par de ideas, que se guardo muy bien de expresar en voz alta.
A la hora de la siesta, mientras María Batracia atendía su labor con lana y agujas, desapareció el cuello de Sotanovsky, por lo que la joven modificó sus intenciones y se afanó en convertir lo que sería una bufanda para su novio, en un par de gruesos calcetines para el invierno. Pero al ver evaporarse primero el pie derecho y luego el izquierdo de Nicolás, optó por tejer el forro de un cojín, a tono con el tapizado del sofá.
El abandono en cuotas proseguía y, disperso en la nada, Sotanovsky supo que ella no lo descubriría hasta que fuera tarde, siempre que tuviera cuidado en el orden de la evasión. Debía reservar para el final la única parte de su cuerpo que su novia utilizaba para proporcionarse gozo y orgasmos: el dedo medio de la mano izquierda de Sotanovsky, que la hacía estremecerse de placer cuando lo introducía lenta, profundamente en el orificio derecho de la perfecta nariz de María Batracia.
A la hora de la merienda, desapareció la boca de Sotanovsky, en mitad de una conversación de pareja. María Batracia se limitó a recitarle aquello de Neruda de “Me gusta cuando callas, porque estás como ausente”, a lo que él le respondió con frases groseras e insultantes, destinadas a herirla, pero que salieron de sus labios en el limbo, y ya se sabe que el limbo es muy poco susceptible.
Cuando sólo el 15 % de su cuerpo permanecía junto a ella, y temeroso de acabar adquiriendo complejo de IVA, Sotanovsky tomó dos decisiones.
La primera fue que, una vez completaba la fuga, intentaría reunir su cuerpo disperso en algún lugar lejano, de ser posible, junto a una señorita nada virginal.
La segunda decisión fue que, si no lo conseguía, devolvería el apartamento que alquilaba y trataría de recuperar la fianza entregada al casero, hazaña, a todas luces, mucho más difícil de lograr.
A la mañana siguiente, cuando en la duermevela del alba, María Batracia encadenaba el quinto orgasmo nasal con el dedo medio de Sotanovsky, el dedo medio se evaporó. La muchacha abrió los ojos, extrañada, y se dijo que, últimamente, notaba un poco distante a Nicolás. Pero como era muy limpia, tomó un pañuelo de la mesilla de noche, se sonó las narices, y se durmió, satisfecha.
En el limbo, Sotanovsky echó mano (es un decir) de su voluntad legendaria para convocar a sus partes remotas, y pensó en todo el bien que podría hacer a la humanidad, en cumplir tareas altruistas, en arriesgar la vida para ayudar al prójimo. No ocurrió nada. Pensó en noches de lujuria salvaje, en sexo con gemelas univitlelinas, e incluso, por qué no, con hermanas siamesas, y sintió que, lentamente, desde los confines de la nada, sus porciones en fuga comenzaban a buscarse. Soltó una risita mental e irónica: lo del sexo con hermanas siamesas había sido una mentira para engañar a sus partes: ni en broma pensaba viajar hasta Siam para echar un polvo, y por otra parte, no tenía ni idea de dónde quedaba Siam.
Distraído en estas cavilaciones erótico-geográficas, le sorprendió la velocidad con que los trozos de su cuerpo se acercaban, atraídos por el vértice de un remolino místico hacia el mundo terrenal. Todo fue tan rápido que apenas tuvo tiempo de registrar las apariciones: primero el pene, curiosamente erecto, luego el tronco, las rodillas, los codos, los tobillos. Un tanto mareado por la celeridad del proceso, cerró los ojos antes de que se materializaran, junto al esto de su cara, pero el tacto le informó que yacía junto a un cuerpo femenino, desnudo y ardiente, y el dedo medio de su mano izquierda bajó a la tierra tres segundos antes que las orejas, por eso primero sintió que se introducía en una cavidad tibia y acogedora, e inmediatamente después le llegó la voz de Maria Batracia, que le decía “así, así, así, no solo lo haces mejor, chato, sino que tienes el dedo muuuuucho más grande que el gilipollas de Nicolás “.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Esperando berberechos: se viene el poemario de José Naveiras


(Harto de quedar mal conmigo mismo por no escribir y publicar a tiempo las reseñas de libros que me inreresan y más si son de gente interesante (debo todavía la de Chamamé, de Leo Oyola, la de Plop, de Rafael Pineda, la de El universo de al lado, de mi "primo " Eduardo del Llano, de El Forro de Gsus Bonilla... total, que por una vez, en lugar de llegar tarde, llegaré antes. Su libro Poemas para bereberechos, saldrá ne enero, pero aquí va el comentario y prólogo, para que lo vayaìs encargando. Merece la alegría, que nunca la pena)



José Naveiras o la pregunta a tiempo

Podría decirse que José Naveiras es un hombre silencioso lleno de sonidos que, de cuando en cuando, deja salir a jugar al patio.
Y cuando vuelven, se han convertido en poemas.
Sus preguntas no agreden, provocan; y sus respuestas abren siempre otra ventana, por la que el lector se asoma y mira. Y se mira.
Es durante ese juego de miradas cuando se establece la comunicación, que en su caso, y por fortuna, no busca adoctrinar: sólo propone. Tal vez por eso, el lector de estos Poemas para berberechos caerá en la trampa tendida por el autor: decir sin estridencias para convocar la duda que enseña. Supongo que alguien mucho más importante que yo lo habrá dicho antes (y si no es así, debería), pero la tarea del poeta es dudar y contagiar esa duda; el poema es siempre la pregunta, aunque lo presentemos en forma de respuesta.
Y José Naverias lo sabe. La forma sin el fondo es una barca suntuosa que siempre hace aguas a la altura de la sala de máquinas, por eso sus poemas son canoas, y que cada uno escoja el ancho de la superficie a cruzar.
Conocí su poesía en las jam session del Bukowski club de Madrid, un ámbito en el que los poemas son sonidos que se trenzan en el humo. Y está bien que así sea. Estoy convencido (sin formación académica al respecto y, con perdón: me la suda), de que la poesía nace de la tradición oral, belleza junto al fuego, memoria rescatada para que la historia permanezca. Pero también es cierto que los poemas pasan por la prueba del algodón que es la lectura a solas, sobre el papel armado de palabra. Y en el caso de este libro, la experiencia agrega dimensiones, honduras de ciertos versos, y algún balcón al que apetece volver. Porque Navieras se formula las preguntas a tiempo, su tiempo y el del lector; sin corazas de extravagancia.
Cuando le duele el mundo, lo dice (Hoy no se juega y sin embargo/ las soledades siempre pierden); cuando le duele la vida, también (Aplico la medicación /a las heridas producidas /por los portazos de octubre); y cuando las preguntas se vuelven afiladas, las reparte, para no cortase solo ( ver Quién quiere a una polilla). Y cuando toca jugar, juega, con la palabras y los dolores observados desde el retrovisor (Retrataré tus realidades rotas / por rudos recelos ahora repatriados.), o se burla del propio sentimiento entre sublime y cursi que impulsa todo poema de amor, en presente o pasando –cuando son buenos es que son sublimemente cursis- como en Yo, ficus. Opta por poemas breves, una pregunta por vez, que así queda y retumba, y suele reiterar un verso como un tam tam que guíe al lector por la espesura de sus propias preguntas espejadas.
El amor, inevitablemente, es una revelación, una novedad con rumores de tormenta (Y apareciste disfrazada de viento /justo cuando puse a la venta/ todas mis antigüedades), pero es también, la ocasión de ser nuevo y volver a intentar lo más difícil (Quiero tener un elfo contigo. Pero yo no soy un elfo,y tú tampoco. /Pero quiero tener un elfo contigo /y poder echarle frutas/ cuando lo tengamos en el parque.)
No hay en este libro tristezas, pero le deberemos al autor, al acabarlo, dos tres maneras de nombrar esa nostalgia urbana que, la tardes en que llovemos por dentro, nos empuja a escribir o leer poemas. Sentimientos que nos son intercambiables, pero sí parientes cercanos. Porque, he de admitirlo, a mí también me hubiera gustado hacerle una traqueotomía a París Hilton.


Carlos Salem