lunes, 30 de agosto de 2010

Yo pienso "de que..."

YO PIENSO "DE QUE"...


Todo mi respeto y apoyo al pueblo saharaui y a quienes luchan por su causa, pero plantarse en Marruecos con camisetas y banderas que digan "Sáhara libre", es pedir a gritos que te inflen a hostias.
Y de paso (seguro que sin querer) es darle más madera a Groucho Pons y Chico Rajoy, para recordar perejiles y otras grandes "gestas", ocultando que ellos saben (porque gobernaron no hace tanto), que Marruecos, periódicamente "tira" de Ceuta y Melilla cuando tiene problemas internos o negociaciones pendientes con España. Cualquiera que haya vivido en ambas ciudades (como es mi caso), sabe que eso es así.

Se me ocurren nuevas tácticas para "demostrar" la debilidad del gobierno de España (como si no fuera evidente, joder), y de paso mostrar que somos más solidarios que Manu Chau:

Manifestación en La Habana para tocarle los cataplines canosos a Fidel exigiendo la libre instalación de casinos en la isla (Repercusión: 3,5 hostias por manifestante).

Concentración y sentada frente a Buckingham Palace para exigir la inmediata devolución de Gibraltar y la ejecución del que le elige los sombreros a la reina (Repercusión: 2,2 coscorrones de los bobbies y algún escupitajo del funcionario sombrerero).

Sentada y huelga de hambre frente al restaurante de Arzak, para obligarlo a poner un menú de 10 euros (Repercusión: ni puto caso)

Marcha sobre París para obligar a Zarkozi a suspender sus medidas en contra de los gitanos y hacer públicos sus vídeos de cama con Carla Bruni -si cuela, cuela- en la televisión pública. (Repercusión: tenemos más posibilidades con Arzak)

Para activistas audaces de verdad: cabalgata del Orgullo gay en Teherán, invitando al presidente Mahmud Ahmadineyad a ir en la carroza principal, ataviado de drag queen. (Pronóstico: mamporros a cascoporro para todos)

Si con estas valientes medidas no conseguimos un mundo mejor, propongo prendernos fuego a lo bonzo en la plaza de San Pedro.
Vosotros ir comprando la gasolina, las cerillas, e ir empezando, que luego os alcanzo.

Carlos Salem

jueves, 19 de agosto de 2010

Mis libros de cuentos, según Jorge Eduardo Benavides



(Que hablan bien de tus libros, siempre gusta. Pero que lo haga alguien con la solvencia literaria de Jorge Eduardo Benavides es un lujo que apetece compartir, incluso con rubor)





«El periodismo es la tumba de la poesía, Zavalita», le confiesa un poeta claudicado a su amigo novato en las páginas iniciales de Conversación en la Catedral. Y casi siempre ha sido así, como saben tantos escritores que sucumbieron al oficio de plumillas bien por necesidades alimenticias o bien por la intuición de que la literatura casi nunca da para vivir: ambas son correctas. Las prisas del periódico, el ambiente bohemio y tirando a canalla —me refiero al de hace unos años, hoy en día los periodistas son saludables y se les encuentra en los gimnasios antes que en los bares— así como la inmediatez en la confección y redacción de noticias, sueltos, crónicas, columnas de opinión y mecanografías varias terminaban por convertir al escritor en un sin papeles en ese territorio desconocido (para él) de la república de las letras, en un mercenario de 350 pulsaciones por minuto, en un desencantado que a la hora de escribir ficción terminaba por quedarse con la prosa estreñida y más bien aséptica de la noticia periodística.
Muy pocos resisten el envite.
Carlos Salem es uno de ellos, pues este escritor ha batallado en redacciones de revistas femeninas, en periódicos de toda laya y como free lance de cuanta publicación le solicitara sus servicios, y sin embargo no sólo ha salido indemne de esa desigual batalla contra la indiferencia, el olvido y la redacción, sino que, a juzgar por estos cuentos, ha sabido rescatar lo mejor del oficio periodístico: la rapidez para colocar los elementos constitutivos de la historia, la sagacidad para saber qué se cuenta y qué se deja de lado, y más aún: el valor de un dato escamoteado en la historia para que esta se resuelva con solvencia.
Porque Salem sabe bien que el de escritor también es un oficio un poco mercenario que exige de quien lo asume una constancia y una paciencia inquebrantable, mucha serenidad ante los deslumbrones y ante los desengaños: no siempre salen las cosas como uno quiere, y menos en el territorio elusivo de la ficción. Y menos aún cuando saltamos de un género a otro, donde tenemos que demostrar que el pulso narrativo siempre es eficaz, vigoroso y adecuado para manejarse en cada caso sin que la prosa pierda fuelle y se resienta con las cambios de humor que el escritor le impone a sus textos, sabedor de que estos requieren una mirada particular.
Más difícil aún es que un buen escritor de novelas, como es el caso de Carlos Salem, también lo sea de cuentos. Confieso que después de leer un par de novelas suyas que me gustaron mucho, al punto de llamarlo para decírselo cuando éramos apenas dos desconocidos, me dio cierta aprensión saber que había cometido cuentos. Muchos amigos son también profesionales del crimen y saben que lo que digo es cierto: rara vez sale indemne el novelista que decide pasarse al cuento y aunque la recíproca —pasar del cuento a la novela— parece más bien el producto de una evidente evolución cuando uno empieza, tampoco resulta tarea fácil. Así, muchos escritores que comienzan escribiendo cuentos y dan el salto a la novela suelen fracasar (el noventa por ciento lo hacemos…) y peor aún cuando el perro viejo novelista decide volver a los cuentos. Ello ocurre así porque la diferencia entre estos géneros es sideral, en contra de lo que se opina o se cree. La extensión es sólo una evidencia de diferencias profundas e irreconciliables entre cuento y novela. Por eso es difícil que quien se maneja en uno pueda hacerlo con igual destreza en otro.
Estos dos libros de cuentos que hoy presentamos son dos recopilaciones marcadas por temáticas a simple vista distintas pero que terminan siendo vinculadas por un elemento que también esta presente en las novelas de Carlos: la impronta desolada y esquiva de sus personajes, la supuesta dureza tras la que escudan una perplejidad frente al mundo que invita a pensar en estos con ternura, algo que seguramente cualquiera de ellos rechazaría con cajas destempladas y trabucazos irreproducibles.
«Yo también puedo escribir una jodida historia de amor» es no sólo un título digno de la factoría Salem, sino también una declaración de intenciones: son historias ácidas, tocadas por el ángel del escarnio y el desencanto que sobrevuela sus páginas con prisa, con malicia, con vehemencia y dolor. Pero no son historias dramáticas ni mucho menos. No nos llamemos a equívoco. El narrador que utiliza Salem para desarrollar estos cuentos de acerada factura sabe demasiado bien que la vida a menudo está a medio camino entre la comedia y la tragedia, que los momentos difíciles suelen volverse con el tiempo recuerdos que convocan nuestras risas, y que no hay nada, absolutamente nada a lo que le podamos presuponer duración eterna. Por eso, más que a Bukowski o a cualquier otro desencantado existencial de los que suelen mencionar como modelos o tendencias de Salem, yo encuentro en estos cuentos de Salem una intemperancia y un desasosiego más cercano al ácido humor de Ferdinand Celine. Los personajes que deambulan por las páginas de este libro no han encontrado su lugar en el mundo, son más bien incomprendidos y solitarios que tan pronto huyen del amor como van a su encuentro. La atmósfera áspera como los propios escenarios apenas se suaviza con una prosa que advierte del paso del escritor por la poesía, de su dominio de los tiempos a la hora de contar y de una perspicacia sin fisuras para encontrar el ángulo desde donde narrar las historias.
«Yo lloré con Terminator 2» no es un título provocativo o que busque la risa fácil, como alguien podría suponer. Es también una declaración, una rotunda declaración, pero no de intenciones sino en este caso de principios. El universo de estos cuentos es hermético y más bien asfixiante: casi todos los cuentos tienen a los mismos protagonistas, el brutal y al mismo tiempo sensible Harly, los elementales policías conocidos como el Gato y el Perro, la suspicaz Lola, que atiende flemática detrás de la barra (hay quien dice que tiene una escopeta escondida y que no dudaría en usarla contra cualquiera de sus particulares parroquianos) el Loco, que siempre saluda con cordialidad aunque lo que más parece gustarle en este mundo es tenderse en plena vía, como un ángel desgraciado, soliviantando a los conductores; Tony y Ray, salidos de alguna película del Tarantino más pulp, artista de poca monta uno y vividor sin oficio el otro y sobre todo Poe, el escritor desencantado en torno al cual late el pulso de estos cuentos y que es una suerte de Isidro Parodi (el inmortal detective de Bustos Domeq) que resuelve casos bebiendo eternas Mahou y tomando sus decisiones según la cantidad de palillos de fósforos que saque de su bolsillo en ese momento, en una suerte de tao te king proletario y sorprendente. Cada cuento es la entrada de otro, una conjetura sobre la imperturbable y cínica vida de estos outsiders convocados por la magia de un escritor que sabe su oficio.
Que lo disfruten.

Jorge Eduardo Benavides

lunes, 9 de agosto de 2010

Entrevista en ASUNTOS PROPIOS, en -Radio Nacional

http://www.rtve.es/mediateca/audios/20100809/carlos-salem-libro-historia-sobre-gilipollas-volvemos-cuando-enamoramos-asuntos-propios/848158.shtml

(Un cuento inédito mío, en el suplemento de verano LIBRE del diario PUBLICO, publicado hoy. La dedicatoria se traspapeló, pero está dedicado a mi amigo Arturo Martínez, que a veces se parece a Sotanovsky...
La ilustración es de CANDELA)













EL CHARCO

Sotanovsky se detuvo al borde del charco calculando si las fuerzas le alcanzarían para un salto limpio. Acaso fuera más prudente rodearlo y no arriesgar la poca dignidad que ese lunes le había dejado intacta. Dedujo que un charco, visto así, es como un mar observado desde el espacio. Y un mar es cosa seria.

Se preguntó por qué los charcos serán siempre turbios, algo que sin duda no contribuye a darles buena fama, y recordó que el candidato que había votado en las últimas elecciones llevaba en su programa una propuesta para hacer que nuestros charcos, verdadero patrimonio de la nación y símbolo inalterable de nuestro carácter emprendedor, dejaran de ser lagrimones de agua sucia, para tornarse en cristalinos ojos que reflejen progreso y muestren a cada ciudadano el paso decidido hacia el mañana. Pero la promesa seguía sin cumplirse.

Levantó un pie y en ese momento dudó sinceramente de que tal enunciado fuera correcto, porque bien podría pensarse que era el pie quien lo levantaba a él. (Sotanovsky era un ser racional los lunes, miércoles y viernes, del mismo modo que los martes y jueves era un espíritu difuso, y los sábados se permitía ser una zapatilla vieja pero indudablemente cómoda. Los domingos era sólo un suspiro sin motivos definidos.)

Ese día, que era lunes y frente a ese charco, Sotanovsky era un ser racional. No era cuestión de llegar y saltar, se dijo, porque si fallaba en el salto, su ego quedaría seriamente dañado. Y en ese instante el charco se le antojó una sonrisa perversa de la acera.

Se agachó a contemplar de cerca a su enemigo, y percibió que la superficie barrosa estaba surcada por unas mínimas olitas. Imaginó un transatlántico lujoso y vio en la cubierta a una mujer vestida de fiesta bailando con un hombre elegante, mientras la orquesta, dentro de una glorieta, tocaba una canción romántica y refinada. Reconoció en el gesto del hombre elegante cierto aire familiar pero mejorado. La mujer, aunque aguzó la vista, no era conocida, pero sus formas y el generoso escote eran para Sotanovsky la suma de muchas otras mujeres vistas desde lejos.

No tuvo dudas: era Ella.

Hubo en la cubierta cierta inquietud y la orquesta elevó la fuerza de su melodía antes de los acordes finales. Sota-novsky hubiera jurado que la espalda de la mujer denotaba cierta tensión, pero no ese anticipo de salto al placer que un momento antes dibujaba su cuerpo. También el hombre familiar se movía con envaramiento, como si temiera un golpe y no supiera de dónde vendría. Se hizo el silencio en la orquesta, pero un trompetista regordete arrancó con un estrepitoso ritmo que Sotanovsky reconoció de inmediato como el odioso Tico Tico al más impuro estilo Ray Connif.

El hombre pidió disculpas a la mujer, caminó hasta el trompetista y lo derribó de un golpe. La orquesta aplaudió a rabiar y la mujer le arrojó un beso. El hombre elegante cargó al trompetista sobre sus hombros y caminó hasta la borda. La orquesta atacó con un vals que, por suerte, no era de Strauss, y siguiendo el ritmo, el hombre balanceó el cuerpo del músico, hasta que al completar un compás y no sin gracia, lo dejó caer al agua. Se volvió hacia los demás e hizo una reverencia, y Sotanovsky lo admiró antes de reconocer en ese hombre al que el propio Sotanovsky soñaba ser cuando todavía sabía soñar y no dividía sus anhelos en frecuencias semanales.

La orquesta inició un bolero tan pegajoso que al hombre le costó trabajo volver a la pista de baile, pues sus zapatos se adherían en cada paso al suelo de la cubierta. La mujer se echó en sus brazos y le dio un largo beso, tan apasionado que el precario equilibrio de su vestido se rompió con un gemido y cayó a sus pies mientras los músicos, entre el pudor ante la escena y el temor a ser arrojados por la borda, se volvieron sin dejar de tocar el cálido bolero, lo que demandó un alto grado de habilidad por parte de algunos músicos, en especial el pianista. Las luces se atenuaron y Sotanovsky sintió un cosquilleo de excitación ante la escena que iba a tener lugar de inmediato. Un crujido siniestro cubrió la música y pudo ver que otro barco acababa de abordar al lujoso transatlántico. La mujer gritó al descubrir que se trataba de piratas malayos de la más fiera calaña, y sólo el pianista suspiró aliviado por abandonar su incómoda postura de tocar con las manos a la espalda. El capitán pirata se parecía al trompetista regordete, pensó Sotanovsky, pero enseguida adjudicó esa confusión a la escasa iluminación que no le impedía, sin embargo, distinguir los pezones sonrosados de la mujer. El hombre se batió a duelo con el capitán de los piratas, pero llevaba las de perder, ya que el sable que le entregaron era sensiblemente más corto que el del malayo. Sin embargo, luchó fieramente y con maestría, intercalando entre estocada y estocada inteligentes frases irónicas destinadas a minar la confianza del enemigo. El pirata hacía otro tanto, pero al hablar diferentes lenguas el asunto perdía interés.

La lucha se prolongaba y algunos piratas recordaban otros abordajes, mientras un grupo de músicos, encabezados por el pianista, reclamaba al director de la orquesta las preceptivas horas extraordinarias y un plus de peligrosidad por tocar en pleno ataque pirata.

La mujer, que al comienzo del lance emitía grititos de alarma cuando el malayo acorralaba al hombre, empezó a bostezar cada vez con menos disimulo, y aceptó reunirse con un hombre que la llamaba desde las sombras. Los piratas bebían y jugaban a los dados con algunos de los músicos, aunque un reducido grupo de esquiroles seguía tocando, y los demás yacían borrachos por la cubierta. Uno de ellos (Sotanovsky hubiera jurado que fue el pianista), hizo caer un candelabro en su embriaguez, y el fuego se extendió rápidamente. Los piratas se amontonaron junto a los músicos, pugnando unos y otros por llegar hasta el barco pirata, pero como las partidas de dados habían alcanzado un alto nivel en las apuestas, resultó que el pianista era el nuevo propietario de la nave y se negaba a dejar subir a toda esa gente sin acordar antes el precio del billete.

El hombre y el capitán pirata, entre tanto, seguían su duelo sobre un cable de acero, y como no recordaban frases ingeniosas, se limitaban a tararearlas con entonación sardónica. El pianista incendió el barco pirata, argumentando que antes que malvender su mercancía, prefería hacer uso de su derecho de propietario. Piratas y músicos corrieron hacia los botes salvavidas, para descubrir que habían sido inutilizados por la mujer y el hombre en las sombras, que se alejaban en el bote intacto. Desafiando la gravedad, el hombre elegante y el pirata proseguían su duelo en el palo mayor y sólo un descuido del bandido malayo lo perdió, al cambiar las frases tarareadas por tonadas populares, con tal mala suerte que la primera que escogió fue el Tico Tico. El hombre elegante dio un séxtuple salto mortal y al caer atravesó al pirata con su corta espada. Las llamas lo devoraban todo y músicos y piratas se ahogaban cada uno con su grupo, por aquello de mantener las distancias. En ese momento el hombre elegante vio el bote salvavidas iluminado por un rayo de luna y en él, besándose y a punto de consumar un acto de asquerosa lujuria, a la mujer completamente desnuda, abrazando al hombre de las sombras, que resultó ser el trompetista regordete. Desesperado, saltó a cubierta y les arrojó el piano de cola tras bajar la tapa para tornarlo más aerodinámico. El instrumento dio de lleno en el bote, pero lejos de evitar la horrible acción de la pareja de traidores, el peso los unió con más fuerza y más ruido; y unidos en esa impura posición los llevó al fondo del mar. El hombre elegante murmuró unas palabras mientras el transatlántico también se hundía, y cuando sólo asomaba en la superficie su cabeza familiar, dijo "mierda" y desapareció.

Sotanovsky sacudió la cabeza, pensando que debía controlarse, ya que era lunes y que, como ser racional, mal podía permitirse esas extravagancias. Se puso de pie con un crujir de rodillas, tomó impulso y saltó el charco.

Sólo le faltó un poco para llegar a la otra orilla.

Se fue hundiendo lentamente mientras murmuraba unas palabras, y cuando sólo asomaba su cabeza, dijo "mierda" y desapareció.

Los círculos del agua en la superficie del charco se fueron cerrando y pronto todo fue otra vez una multitud de minúsculas olitas.

Por la calle pasó un coche desvencijado, con la radio a todo volumen.

Era Ray Connif, interpretando el Tico Tico.





http://www.publico.es/culturas/331398/charco