viernes, 12 de agosto de 2011

Una bicicleta roja

Una bicicleta roja


Odiaba ese barrio. Odiaba ser pobre. Odiaba al Viejo y, sobre todo, me odiaba a mí. También odiaba las bicicletas. Las de los demás y la mía. La mía más que ninguna.

La casa era de madera y ellos no hacían más que decir que pronto saldríamos de ahí. Todos trabajaban para salir de ahí. Mamá, El Abuelo, el Viejo, no paraban de trabajar para salir de ahí. A mí me importaba un carajo porque estaba AHÍ, mi futuro no iba más allá de la semana siguiente, y a la semana siguiente seguiría AHÍ. Y para ellos tenernos ahí era una culpa que se apresuraban en pagar. Yo extrañaba mi brazo de río, la cantera, el bosque de árboles cortados y la soledad en la que podía leer o inventar cosas. En la casa nueva, la casa pobre, no había lugar para los libros y estaban empaquetados en cajas, esperando que nos fuéramos de ahí. Pero lo que más extrañaba de la Colonia era el río helado y transparente que me hacía pensar que no me importaría morir en esas aguas.

Las bicis eran lo que marcaba diferencias. Estaban de moda las que tenían ruedas pequeñas y trepaban las cuestas con rapidez. Eran de colores y si no tenías una propia, es que todavía eras un nene. Yo vencí el orgullo que siempre me volvía mudo frente al Viejo, y un día, a la hora de comer, dije que me gustaría TANTO tener una bicicleta. El Viejo empezó un discurso en el que todos teníamos que colaborar para salir de ese barrio, que había que sacrificarse y que, al fin y al cabo, él me llevaba al colegio y para qué necesitaba una bicicleta. Mamá le hizo un gesto y calló en mitad de una frase.
Yo no volví a pedir una bicicleta.

El Abuelo tenía una furgoneta Citroen que nunca arrancaba. Había que empujarla. La dejaba fuera, cerca de una pendiente, y cuando tenía que salir con Mamá a vender las enormes bolsas de caramelos que cargaba en la furgoneta, yo y otros chicos del barrio lo empujábamos hasta que el motor tosía y se ponía en marcha. Luego iban a hacer su recorrido y no paraban el motor hasta que no volvían a casa.
Cuando todos se iban y yo había vuelto del colegio, me quedaba solo en la casa, porque mi hermanita no contaba más que el perro. Le ponías la tele o se quedaba con alguna vecina y te olvidabas de ella. Toda la casa para mí. Eso era lo peor. Era como si yo me mereciera esa casa revestida por dentro con un cartón marrón hecho con pulpa de madera, el mismo que había visto en las casas pobres de algunos clientes del Viejo. Casas llenas de gente con la siesta pintada en los ojos y que en cada palabra parecían decir que no había forma de salir de ahí.
Pero lo peor era el baño. Estaba afuera, al fondo, detrás de la casa. Era un cuartito de tablones de madera, por el que se colaba la luz desde todos los ángulos cuando era de día, y el acecho de la noche amenazaba voces desde la oscuridad. Nunca ibas al baño de noche, porque se oían las voces de los borrachos, las peleas y a veces sonaban tiros.

El Viejo tramaba algo. Lo sabía, porque hacía comentarios destinados a despertar mi curiosidad. Y yo fingía entrar en el juego para darle el gusto. Entonces él se cerraba y pretendía que yo insistiera para que me revelara el secreto. Yo no insistía. Hasta que una tarde me lo dijo. Para mi cumpleaños me regalaría una bicicleta. Salté de alegría y en ese mismo momento la imaginé: moderna, con ruedas pequeñas, roja. No sé porqué la imaginé roja. Tendría detrás una parrilla para llevar paquetes y con esa bicicleta roja yo recorrería el mundo. Él me dijo que no quería hablar más del tema y que dependía de que me portase bien hasta mi cumpleaños.
Yo no entendía nada. Porque me portara bien o me portara mal, él no se enteraba.

En el tiempo que habíamos pasado en la Colonia, algo había cambiado en el país y no lo vimos, como si la realidad también estuviera esperando a que construyeran el puente para cruzar hasta allí. La gente hablaba de política casi sin miedo, en la radio nombraban a Perón, y el Presidente seguía llevando uniforme, pero ya no tenía bigote, era calvo y parecía menos enojado con nosotros.
Yo me había olvidado de Batman, porque El Abuelo me había hablado del Che Guevara y me había prestado unos libros, y pensé que el Che, que tenía asma y peleaba, era mejor que Batman, y por lo menos, daba la cara.

Con la promesa de la bicicleta, dejé de pensar en la muerte. Una bicicleta roja es un buen motivo para seguir viviendo. Y ganarle carreras al agrandado de enfrente, cuyo viejo había construido la mejor casa del barrio y cambiaba de coche cada tanto y nos miraba como desde lo alto cuando empujábamos la furgoneta de El Abuelo, cargada de caramelos. Una bici roja para derrotar al viento y salir de ese barrio y ganarle a la muerte la carrera. Empecé a imaginarme la bici cuando iba al baño de madera, viajaba hasta el fin del mundo sentado en ese cajón de madera que tenía un agujero y daba a un pozo presentido y horrible. Me llevaba un libro para disimular, pero en realidad, en ese baño de madera, yo preparaba mi fuga en una bicicleta roja y el libro quedaba al costado, sobre los tablones de madera.
Nadie es del todo pobre si tiene una bicicleta roja.

No me enteraba de lo que pasaba en casa. No me importaba mucho, tampoco. Sólo que los días cayeran rápido para traerme mi bicicleta. Cuando veía a los otros chicos pasar con las suyas, decidía que yo no iría en grupo, yo iría sólo, mi bicicleta roja y yo, dos lobos sin manada. Detecté alguna conversación entre ellos, y por algún motivo supuse que tenía que ver con mi bicicleta. Todo tenía que ver con mi bicicleta roja. El Viejo decía que eso era cosa de él, que lo dejaran, carajo, que al fin y al cabo, yo era su hijo.
Intenté sonsacar a El Abuelo, pero sólo me dijo que si mi padre me había prometido una bici, la tendría. Y me tranquilicé, porque El Abuelo era de fiar. Pero la sola idea de quedarme sin bicicleta me asustaba más que las voces de la noche, y empecé a ocuparme de las tareas que antes eran obligadas por el Viejo. Le lavaba el jeep, acomodaba su almacén, barría, lo que fuera. Y el tiempo pasaba lentamente, demasiado. El tiempo, pensé, no tiene una bicicleta roja y por eso es tan lento.

Me despertó temprano y era el día.
Mi cumpleaños.
Jugó un poco a que no pasaba nada especial y luego, con cara de risa, me mandó a buscar algo al patio. Yo sabía lo había en el patio. Mi bicicleta roja. Acaso estuviera envuelta en un paquete de regalo, con cintas. O en una caja, plegada todavía. Así las había visto en los comercios cuando entraba, cuatro o cinco veces por semana para espiar las bicicletas rojas que podían ser la mía. Tenían tacos cuadrados en las ruedas y colgaban de hierros gruesos, como murciélagos dormidos.
En el patio encontré una bicicleta negra, enorme y usada. Era como las que usaban los albañiles que pedaleaban sin ganas hacia el trabajo, que volvían vencidos por la tarde.
Peor aún: era una bicicleta de mujer, una bicicleta de albañila.

Dejé de sacar libros de las cajas porque habían quedado debajo de las de la mercancía del Viejo y no podía saber dónde estaban mis libros y dónde la vajilla y el resto de los muebles de una fuga que no llegaba. Cuando quería leer, me hacía con algún libro de ellos o de El Abuelo. Daba igual, porque leer era sólo una manera de no pensar en la bicicleta roja que tendría, o en la bicicleta negra que tuve.

Esa noche discutieron, en la cama. Pude oír todo. Siempre oías TODO en esa casa de juguete. Lo que decían y lo que hacían. El Abuelo roncaba en el otro sofá del salón que en realidad era poco más que un pasillo, pero aún así pude oír que ella le decía por qué no había preguntado, por qué no había esperado a saber qué bicicleta quería yo, en lugar de comprar la primera que encontró barata.
Él le dijo que era una buena bicicleta, sólida y que me duraría toda la vida.
Eso fue lo que más me asustó.
Me vi de pronto, viejo, con treinta años o más, arrugado y montado en esa bicicleta de albañila. Él dijo que la había conseguido a buen precio, de un cliente que le debía dinero y nunca acababa de pagar la deuda, y ella le respondió que podíamos permitirnos una bicicleta como la que yo quería, que eran mis once años, y que a esa edad, una bicicleta era la vida.
Ella sabía. Nunca le pregunté por su propia bicicleta roja. Pero seguro que la tuvo. O que no la tuvo. Como yo.

El Viejo se empeñaba en convencerse de que la bicicleta de albañila me gustaba, y me lo preguntaba tres veces por día. Yo lo miraba a los ojos y pensaba que decirle la verdad no serviría de mucho.
Le decía que sí.
Que estaba muy contento.


El baño de madera se convirtió en mi refugio, pobre y lleno de hilachas de luz. Allí me encerraba por las tardes, con un libro de ellos que no leía pero servía para explicar el tiempo pasado entre esos tablones. Y trataba de convertir en mi cabeza la bicicleta negra en mi bicicleta roja.
Y pensaba en el agua helada del río.
Todo el tiempo pensaba en el agua helada, pero quedaba tan lejos que me sentía pobre hasta para comprarme la muerte adecuada.

Él me mandaba a buscar cosas con la bicicleta. Lo hacía con orgullo, sonreía, como si esa bicicleta nos uniera para siempre. Y yo iba, rogando que nadie me viera, porque esos encargos eran por la mañana temprano, cuando faltaba leche o azúcar y el único lugar abierto quedaba a cierta distancia. Cuando pedaleaba, forzando mis piernas para completar el recorrido eterno de esos pedales, a veces me mezclaba con la nube de albañiles que rodaban hacia sus obras. Todos tenían esa cara de carrera perdida que evitaba buscarme en los espejos. Eso era lo bueno del baño de madera: no tenía espejos. Bueno, había uno, redondo, pequeño y con un marco de plástico. Pero yo lo descolgaba de su clavo y lo ponía boca abajo sobre el suelo de madera y soñaba con mi bicicleta roja o con el agua helada del río.

El perro salió de la nada. Era negro, enorme, desgarbado. Como mi bicicleta. No se limitó a ladrar. Me perseguía, cada vez más cerca. Pedaleé con todas mis fuerzas, pensando que si fuera en mi bicicleta roja, jamás me alcanzaría. Y por un momento, pareció que tampoco me alcanzaría con la bicicleta de albañila. Yo me ponía de pié en los pedales, completaba el giro y volvía a empezar, y en cada movimiento pensaba que lo dejaría atrás. Estaba casi orgulloso de mi bicicleta negra, íbamos a ganar esa carrera, lo sabía. Sentí el tirón en el tobillo pero seguí dándole a los pedales un poco más, hasta que el peso del perro me hizo caer. El paquete de azúcar reventó contra el suelo de tierra y el perro era enorme, todo boca y dientes y mirada alucinada. Soltó el tobillo y avanzó, buscando mi entrepierna mientras lo pateaba con el pie herido. Una vieja gorda y despeinada apareció con una escoba casera, de palo grueso como un tronco, y empezó a pegarle en el lomo. Era una vieja con la cara roja y el pelo gris desordenado y la boca sin dientes. Pero si yo hubiera creído en dios, me habría parecido más bonita que la virgen.

Empecé a llevarme siempre el mismo libro. Aunque nunca lo leía más allá del resumen de la portada. Era una explicación confusa, el que la había escrito pretendía demostrar que sabía mucho, pero contaba poco de la historia. No recuerdo el título ni el nombre del autor, sólo que sonaba cercano. No era inglés o chino. El color del libro era fucsia, o rojo, o algo así. Y la portada poco atractiva. Era diferente a mis libros. Pero mis libros tampoco me atraían ya. Nada me atraía. Sentado en el cajón de madera sostenía el libro entre mis manos y pensaba en la muerte y en que no sólo podía encontrarla en las aguas heladas de un río inaccesible como mi bicicleta roja.

Todo fue revuelo. El perro estaba rabioso y en la ciudad no tenían la vacuna. Había que traerla por avión y tardaría varias horas. Me pusieron una antitetánica y me dieron dos pastillas de un antibiótico muy bueno, para prevenir infecciones. Tendido sobre la camilla, sólo veía las cosas de costado. El Viejo que me miraba de vez en cuando y sonreía sin confianza para darme confianza. La enfermera joven me trataba como a un bebé y decía que todo iría bien.
Y algo no iba bien.
Lo sabía. No era el susto ni la sombra del perro ni el recuerdo del río helado. Era que algo extraño me pasaba y no podía explicarlo. Tampoco podía hablar. Tenía la lengua dormida y me sentía más grande que mi cuerpo, a punto de explotar. El Viejo se acercó y me miró a los ojos y quise decirle con la mirada que me estaba muriendo, que sabía que me estaba muriendo y que era tan ridículo que me fuera a morir en la camilla de un hospital. Él me pasó la mano por la frente, sonrió con cariño y me dijo:
—Tranquilo, a la bicicleta no le pasó casi nada.

A veces abría el libro. Pero nunca leía. Era un libro de mayores. No porque dijera nada prohibido, hasta dónde yo sabía. Pero no traía ilustraciones ni parecía que te fueran a explicar la historia desde el había una vez. Eso no era malo, porque mis libros de siempre me aburrían. Sentía frente a ellos lo mismo que con mi bicicleta de albañila. Mis libros de chico ya no eran para mí, y si Mamá no hubiera estado tan ocupada trabajando para salir de ahí, se lo hubiera podido explicar. Sin libros estaba indefenso. Porque todas las historias que yo inventaba en ese tiempo, terminaban en la muerte. Y en niños que se perdían y nunca volvían a casa.

La enfermera me vio, entre una y otra broma que le gastaba el Viejo para pasar el rato. Me miró y dijo:
—Al gordito le pasa algo.
Yo odiaba que me llamaran gordito por culpa de mis mofletes llenos. Pero esa vez me encantó el adjetivo. Lloré de alegría porque llevaba horas, o eso me pareció, intentando no dormirme como ellos aconsejaban. Sabía que algo raro me pasaba por dentro, que tendría que ver con los antibióticos, y que si me dormía no volvería a despertar. Pero en el momento en que ella dijo que al gordito le pasa algo, yo pensaba que no era mala forma de morir, que era como el agua helada. Me pusieron una inyección, unas pastillas, y a la noche estaba en casa, una especie de héroe por haber sobrevivido por los pelos a una reacción alérgica provocada por esos antibióticos que me hubieran matado en pocos minutos más. Eran unas pastillas rojas, en un frasco de color marrón. El frasco quedó en casa, junto a otras medicinas.

La reparación de la bicicleta se fue postergando. El Viejo estaba ocupado y yo no insistía. Él me prometía que el domingo, pero el domingo también salía a vender y la bicicleta con la rueda torcida fue quedando oculta por nuevos envíos de mercancías. Yo iba por la casa disimulando la melancolía y pensado una historia. En esa historia, un chico se encerraba una tarde en un baño de madera y se tomaba un puñado de pastillas rojas y se moría. Al morir no iba al cielo ni al infierno, sino a una llanura interminable, sin casas pobres a la vista. Sólo un árbol enorme.
Y apoyada contra el árbol, lo esperaba una bicicleta roja.

Fue una tarde cualquiera. Creo que era primavera. Estaba decidido. Esperé el momento justo, la casa vacía, todos trabajando lejos para poder salir de ahí. Nadie me encontraría hasta la noche. Me fui al baño con una botella de cocacola llena de agua, el libro y el frasco de pastillas. Estaba atardeciendo, porque el sol se colaba oblicuo entre las tablas. Recuerdo que abrí el frasco y calculé la cantidad de pastillas y no tuve ninguna duda de que lo haría. Mamá no sufriría, porque le había dejado una carta y ella entendería. Dejé las pastillas sobre el libro, en el suelo, tomé un trago de agua, y miré por última vez el paisaje entre las tablas. Bajé la vista y vi que un hilo de luz que pasaba a través de un agujero minúsculo, proyectaba sobre el rincón la escena del exterior, pero cabeza abajo. Sabía lo que era. A mamá le encantaba la fotografía y soñaba con una buena cámara, pero eso sería cuando pudiéramos salir de ahí. Cuando pudieran.
Pensé que en mi carta tenía que haber repartido mis pertenencias, pero ya era tarde para rectificar. Además, aparte de los libros perdidos en cajas, sólo tenía la bicicleta negra. Y nadie se merecía que le dejara esa herencia. Ni siquiera mi hermanita.
Siete pastillas. Sobrarían. Al bajar a recogerlas, tuve una idea. Puse el libro contra el rincón en el que pegaba el rayo de luz invertido y pude ver la escena: el árbol raquítico del fondo, arbustos, una casa tan pobre como la nuestra. Quise ver más y reuní las pastillas en una mano, mientras con la otra abría el libro por el centro y lo apoyaba en la pared de madera, frente al rayo de luz. La escena se vio mejor, sobre las letras negras y la página blanca. Me despedí un rato de ese paisaje que nunca había sido mío, y con los dedos de la otra mano comprobé que tenía las siete pastillas. Una frase se despegó del paisaje, fue como si se pusiera encima de las imágenes invertidas. Decía algo de la Bella Remedios, que hacía suspirar a los hombres y marchitaba las flores con su belleza.
Sin mover el libro seguí leyendo esa historia que no sabía cómo empezaba ni cómo acabaría. No era una aventura de Sandokán o una astucia admirable del Príncipe Valiente. Los personajes eran pobres pero estaban llenos de magia: presos que hablaban con sus antepasados, patrones feroces que podían más que la muerte, campesinos sin zapatos. Y la Bella Remedios. Era tan hermosa que parecía de aire, pero tenía un cuerpo de pecado, decía el libro, y la describía. Los pechos de la Bella Remedios eran inolvidables, y los hombres que los mordían cantaban ópera entre la espesura de la selva o partían a pelear sin armas. Había un tren, creo. Y siempre me gustaron los trenes. Y saltando páginas con una mano, me encontraba cada tanto con la Bella Remedios, que supe, tenía solo cinco o seis años más que yo. La vi desnuda, bañándose con una esponja, desnuda y brillante.
Bebí un trago de agua y seguí leyendo.
Remedios era diferente para cada hombre que la miraba, pero ellos también cambiaban después de tocarla. El taciturno se volvía alegre, el sabio ignorante, el ciego veía por la punta de los dedos tras rozar sus pezones. Sus pezones. Salté más páginas y más, buscando partes de la Bella Remedios y la vaga sombra de la historia me atrapó. En algún momento se hizo real, no estaba en el baño pero la veía, desnuda, con esa mirada entre la inocencia y la estupidez, con los pezones en punta y el sexo brillando en la oscuridad. No recuerdo cuándo solté las pastillas, porque necesitaba esa mano por primera vez en mi vida y por nada del mundo iba a dejar el libro. Nunca antes me había masturbado, pero Remedios me ayudó. Y cuando todo terminó seguí leyendo hasta el anochecer. Al ponerme de pie para salir algo crujió bajo mi pie.
Supongo que era una pastilla.
Roja.
Como la bicicleta que nunca tuve.

Jamás supe qué libro era. Dejé que se perdiera para no recordar las pastillas. Lo mismo hice con la carta para mamá, que llevé entre mis libros del colegio algunos meses, para no olvidar. A Remedios jamás la olvidaría. Durante un tiempo, después, pensé que era un libro de García Márquez, pero ninguno de los que leí en estos años era la historia del baño de madera. Puede que ni siquiera se llamara Remedios y que la vergüenza de mi memoria la identificara con un personaje del Nobel para otorgar valor literario a mi suicidio fallido. La busqué también en otras novelas, otros autores. Per ninguna Remedios era mi Bella Remedios y a veces creo que todavía la sigo buscando.

El viejo propuso comprarme otra bicicleta, la que yo eligiera. Pero le dije que no. Que ya tenía una y que además, las bicicletas eran cosa de chicos. La negra se perdió en alguna mudanza o la regalé, con su rueda torcida, no lo recuerdo. Ese fin de semana acomodé el almacén del Viejo y cuando se dio cuenta de que había separado las cajas por proveedor y por mercancía, apilando a un lado las que contenían nuestras pertenencias, me abrazó y me dijo que sin que él se diera cuenta, yo me estaba haciendo un hombre.
No dije nada y seguí ordenando cajas.
A un lado estaban las de la familia, sueños empaquetados.
Al otro, las de mis libros. Quería revisarlos, descartar los más infantiles, escoger los imprescindibles.
Los que me llevaría conmigo cuando saliera de allí.

1 comentario:

Pilar Alberdi dijo...

Este relato no deja indiferente. Aquí está la vida.
Saludos.