viernes, 2 de marzo de 2012

Mujeres con gato



(De la Segunda Edición ampliada de YO TAMBIEN PUEDO ESCRIBIR UNA JODIDA HISTORIA DE AMOR  (Ediciones Escalera)

Te equivocas

Tienen secretos en común, códigos que exceden los tópicos, sonrisas que siempre te dejarán fuera de su curva. 
Y no me vengas con el cuento de la soledad y las compañías que no exigen nada más que un plato de pienso y un laguito de leche; no me cuentes la teoría banal sobre el privilegio de castrarlos como si nos castraran a nosotros, para que no nos maten las dudas en cualquier tejado ajeno.
Sabes que no, que es otra cosa lo que ocurre entre las mujeres y sus gatos.
Puedes pasarte medio siglo de tu vida intentando conocerlas, y tal vez,  al ver afilarse alguna madrugada en la que te sientas absurdamente inmortal, creas que has logrado ver algo bajo las faldas de ese misterio de mujer con gato.
Te equivocas.
Y lo sabes.
Los gatos también.
Por eso sonríen así.
Equipaje de caricias

Las mujeres con gato viajan con ellos, aunque crean que los han dejado de guardia en sus pisos, al cuidado de sus plantas y macetas, custodios de los peluches y muñecos que certifican que siguen siendo niñas.
Los gatos no pagan billete de tren, porque basta verlos para saber que cuando vamos, ellos están de vuelta. De allí que ellas crean que los han dejado en casa, olvidando que una mujer con gato es mucho más que una asociación felina.
Pero si en mitad del trayecto, una mujer con gato (que cree viajar sin él), siente la necesidad de acariciar lo que deja atrás, allí está el lomo del gato, en la memoria, para que la caricia no deje más un leve surco de ausencia.
En los pisos temporalmente vacíos, los gatos centinelas recogen recuerdos felices para que las mujeres con gato, al volver, tropiecen con ellos y recuerden que ya están en casa.
Y los recuerdos, cuando ellas los levantan del suelo, ronronean.


Aunque no puedas verlo

Hay mujeres con gato que no tienen gato.
Pero lo tendrán.
O llevan, caminando a su ritmo, dos huellas más atrás, un gato  intangible que se funde con su sombra, y que se encrespa cuando ve que están a punto de pisar la baldosa floja que espera en el camino de toda mujer, con o sin gato.
Las hay que no han conocido aún a ese felino de brumas que, más que perseguirlas, las protege, acaso porque la noche se come las sombras a lametazos y el gato, discreto, se deja lamer.
Hay mujeres que miman gatos hechos de suspiros, y con nuevos suspiros los amasan cuando cualquier otra presencia en su cama sería un dolor o una derrota.
Y una mujer con gato, aunque a veces pueda olvidarlo, es invencible.


Tu gato de los domingos

Las mujeres con gato no lo son impunemente, y acaban adquiriendo el carácter de los seres de los cuales son mascotas.
Así, saben pasar del bufido al ronroneo en una fracción de segundo, y reclaman su independencia para acariciar cuándo y como quieren, pero se dejan consentir en ciertas tardes de domingo, cuando las penas son garúa que no empapa pero moja por dentro.
Nunca creas que podrás domesticarlas, no tienen alma de peluche sino pequeñas garras que, cuando te tocan, te recuerdan que eres vulnerable, aunque mientras duran esos momentos, sientas que ni el tiempo te puede matar.

Kafka in love

Una mujer con gato que dejaba pasar -por miedo- cualquier amor que no fuera imposible, se hartó de la sonrisa burlona de su felino.
Y lo cambió por tres canarios. 
Uno se escapó de la jaula y voló por la ventana.
Otro murió de tristeza.
El tercer canario anda suelto por el piso, juega durante horas con un ovillo de lana, y cuando ella se olvida de ponerle el alpiste, maúlla.
Por las noches, duerme a los pies de su cama. Y cuando ella murmura dormida el nombre de algún amante perdido, el canario sonríe, burlón.
Eso sí: el tapizado del sofá permanece intacto.


Simbiosis

Las mujeres con gato vaticinan el cambio de estaciones por la velocidad con que cae el pelo de sus felinos compañeros.
Los gatos de mujeres con gato vaticinan el cambio de estaciones por la velocidad con que caen los suspiros de sus felinas compañeras.


Trío

Ignoro qué hora es, algún momento entre el asombro de la noche y las dudas matinales.
En la habitación, los tres permanecemos despiertos para ignorar al amanecer. Yo sigo en su cama, el gato reina en una esquina del colchón y ella busca algo por el cuarto, desnuda y en puntas de pie.
El gato repite su caminar y no podría decir cuál de los dos es más felino, quién enseñó a quien esa forma de andar sobre tacones de aire.
Ella se exhibe y mi sexo lo agradece, pero al mismo tiempo es una niña que anda de puntillas porque cree que así podrá volar y puede; será siempre una muchacha golpeada e invicta, a la que nadie podrá derrotar, salvo ella misma.
Desaparece escaleras abajo y adivino que tras las ventanas cerradas de la buhardilla, la mañana comienza a cavar sus trincheras.
Cava bien, la mañana, en mi confianza, y me pregunto cuántas veces habrá bailado ella este ballet doméstico de mujer con gato, para unos ojos de paso con ganas de quedarse.
Interrogo mentalmente al gato, que se limita a mirarme burlón y sonríe con desprecio. Aparto la mirada y la fijo en el trozo del suelo en el que empieza o acaba la escalera de caracol, que hace honor a su nombre por la lentitud babosa con que tarda en devolvérmela.
La cabeza de ella asoma, el gesto entre el pudor y la picardía. Me basta con ver sus hombros para saber que ha subido como bajó, gatunamente en puntas de pie.
El gato ya no la imita, sólo me mira con ojos fijos y rasgados.
Ella trae algo, nunca recordaré qué es, y lo lleva al otro extremo del cuarto. Le digo que me encanta verla andar así y me responde que así es como camina cuando está a solas con su gato, o me invento esa respuesta, maldito titiritero manco, para convertir en futuro texto un momento-tatuaje que no querré borrarme.
Y sonrío, convencido de que no importa cuántas veces haya caminado así, importa que esta noche ella danza para mí, y su sonrisa augura que tal vez habrá más noches y el amanecer se retira, derrotado.
El gato me mira, comprende que comprendo.
Y me guiña un ojo.


Si Ícaro lo hubiera sabido…

Cuando un viaje te aleja, por unos días, de una mujer con gato, al volver confundes la vibración de los motores del avión con el ronroneo con el que tal vez ella te de la bienvenida (o no), y asocias las turbulencias con esos cambios de estado de ánimo, tan suyos, que has llegado a extrañar.
En realidad, frecuentar los tejados de una mujer con gato se parece a viajar en avión: en ambos casos, estamos hablando de volar.

Instinto infalible

Harta de elegir siempre al hombre equivocado, aquella mujer con gato entrenó al suyo para que, con su instinto infalible, se ocupara de la selección de los candidatos. 
Así, cuando el pretendiente de turno se plantaba ante su puerta armado con una sonrisa seductora y un gran ramo de rosas rojas, ella contenía la respiración mientras el animal emitía su veredicto inapelable. 
Si arqueaba el lomo como una ballesta a punto de dispararse, estaba señalando a un hombre apresurado para el amor y pendiente sólo de su propio placer, que sin embargo sería religiosamente fiel y económicamente estable. Por el contrario, si enderezaba la cola en ángulo de 45 grados y la engrosaba en obvia referencia fálica (aunque tienen fama de sutiles, lo cierto es que los gatos no son dados a los eufemismos), anunciaba a un amante sabio y generoso, capaz de mantener la hoguera de la pasión durante toda la noche, pero que nunca tendría dinero para pagar la factura de la luz y sí una acusada tendencia a desaparecer por la mañana.
En cambio, si el minino, tras observar al cortejante, emitía en acompasada sucesión tres estornudos en fa menor, estaba proclamando la presencia de un varón que se tomaba su tiempo en las tareas de alcoba, siempre pendiente del gozo de su amada, y que al mismo tiempo era un tierno compañero y un triunfador responsable. En resumen; la mujer sabría que estaba ante el hombre de su vida.
Años más tarde, cuando estaba en el umbral de la edad madura y pasaba las noches enumerando su lista interminable de fracasos amorosos, ella descubrió que su anciana mascota había enfermado y la llevó con premura al veterinario, quien le explicó que:
1) No hay pruebas de que los gatos en general posean un instinto infalible para detectar otra cosa que no sean ratones y pajarillos desprevenidos.
2) Su gato en particular era alérgico a las rosas rojas.
Aunque el facultativo le explicó que era posible prolongar la vida del animal, la mujer optó por la piadosa decisión de aplicarle una inyección letal.
El veterinario se compadeció de su dolor y la invitó a cenar.
Esto ocurrió hace meses y todavía están disfrutando del postre. 


Para que conste en actas

Corresponde aquí desmentir la falsa hipótesis (difundida por supuestos eruditos), según la cual, una mujer con gato, de modo inevitable, puede ararte la espalda en arañazos durante un momento de frenesí, o cruzarte la cara de pentagramas rojos, si algo en tu conducta la hace erizarse en desconfianza.
Nada más falso.
La observación empírica demuestra que la mujer con gato suele llevar las uñas cortas y hasta se deja mimar, siempre y cuando le permitas fingir que no se da cuenta, por aquello de la imagen.
Pero esos mismos dudosos especialistas callan, acaso por fidelidad a vaya uno a saber qué intrincada conspiración, un hecho irrefutable: suele ocurrir que la mujer con gato, en mitad de la más tierna caricia, sin maldad ni intención, acabe arañándote el alma -si es que crees en su existencia-, o en su defecto cualquier otro recóndito recipiente destinado a guardar tus recuerdos felices y futuras nostalgias.
Para que conste: casi no duele.
Y cuando te lames la herida, sabe a té negro.
Y a mango. 

Instrucciones finales

Cuando el gato de una mujer con gato parece aceptarte, tiendes a creer que has conseguido una especie de garantía de que ella hará lo mismo, lo sientas sobre tus rodillas y dedicas buena parte de tu visita a acariciar su lomo. Y puede ocurrir que luego te encuentres en la calle, a las cuatro de la mañana y en plena nevada, preguntándote porqué.
Cuando el gato de una mujer con gato parece odiarte, te sientes inseguro, procuras no sentarte en su sillón favorito, y llegas a estar más pendiente de su mirada oriental que de los ojos de ella. Y puede ocurrir que ella, sin embargo, te colme de felinos bailes y felices sobresaltos, dentro y fuera de la cama.
Cuando el gato de una mujer con gato parece no advertir tu presencia, debes hacer lo mismo: siéntate en cualquier sillón y asume que una mujer con gato es, ante todo, imprevisible: te aceptará o no, por motivos que jamás alcanzarás a comprender.
Pero por si acaso, procura no pisar al gato. 



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