jueves, 29 de noviembre de 2012

Lo de dentro y lo de fuera




He gastado media vida viendo a las mujeres por pedazos:
una clavícula (por lo general la izquierda)
una nalga una teta un pubis en sutil confluencia.
Amorosos fragmentos en los que volqué el prosaico concepto de belleza.
Suena superficial
lo sé
pero para encontrar tesoros se excava desde fuera
y yo solo veía del mapa los fragmentos.

Una vez me enamoré durante mes y medio
de la redondez de una rodilla.
Y durante un verano quise los dos párpados de una muchacha
hasta que descubrí lo que escondían.

Así viví hasta ahora
amando piezas de un puzzle femenino que me asustaba completar.
Porque una mañana cualquiera
veía desde lejos una oreja que no correspondía a esos tobillos
o unas manos que afrentaban el par de hombros tan queridos.
Por no hablar del ojo impertinente que comenzó a juzgarme
desde un oblongo ombligo.
Y ya nada era lo mismo.

A ti
en cambio te vi completa
la primera vez que te desnudaste en tres segundos.
Te vi completa como un científico
ve de un pantallazo la formula perfecta
o un escultor intuye bajo el mármol la sirena.

Y me gustó tanto y todo
que no supe si quedarme con tu vertiginoso cuello
con esos brazos de palmera
(la imposible predilección por uno de tus pechos)
las asas del balancín de tus caderas
los agujeros negros de tus ojos
tu boca besada por el vino
la rosada y perfecta rúbrica de tu coño
tu vientre partido que lleva mi lengua en dirección obligatoria
o las  interminables y queridísimas piernas.
Por no hablar del vicio de tu nuca
la invitación al pecado que grita desde tu espalda
o tu culo y su tentación respingona.
Podría seguir falange por falange
pestaña por pestaña.

Pero ante la dificultad para elegir cualquiera de tus partes
no me queda mas remedio que quererte entera.
Y eso
que hasta el momento
solo he hablado de lo de fuera.

Lo de dentro es un misterio al que me asomo a ciegas
porque cualquier clarividencia sería un insulto igual
a darte por sabida.
Y nadie sabe del todo
cómo es por dentro una pantera
nadie puede presumir de conocer el peso específico del viento
ni predecir tus arrebatos de cariño trepando la escalera
tus tormentas que nublan la mirada de los hombre del tiempo
o las ráfagas de tu deseo que despeinan los otoños
y los primaverean.


Ya no sé si este poema iba del clima
de tesoros o de rompecabezas.
De lo que estoy seguro
es de que intentaré tocarte sin mapas
todo lo de dentro
sin descuidar por supuesto
lo de afuera.

Se soma El huevo izquierdo del talento




Me cuentan que hacia mayo se publicará en Argentina EL HUEVO IZQUIERDO DEL TALENTO. Y eso ilusiona, porque después de 11 libros en español, el 12 saldrá en mi país.
También, todo indica, se publicará en España en los primeros meses del año que viene, mientras mi cómplice de comiqueo y tebeos, KIKE NARCEA, avanza con la adaptación a novela gráfica con destino Francia, que llevará un tiempo todavía, pero ya asoma, como este huevo que pensé sería mi primer texto largo en publicarse hace cinco años. No fue así, y para mejor, porque me dio un lustro para pulirlo y dejar sólo el hueso y el músculo de la historia.
No sé si es una revela o un novelato, sólo sé que quería contarla y se lo debía a mi querido Gonzalo Torrente Malvido, que fue el primer lector y el que más creía en ella, incluso antes que yo.
Cuando hace un par de años publiqué Yo lloré con Terminator 2 y hablaba, medio en serio, medio en broma de un pseudo- género llamado Cerveza-ficción, hablaba de eso.
Va sobre un tipo que ha confiado todas sus decisiones importantes a las cerillas, vive más en los bares que en su casa, tapizada de notas musicales y fotos en las que falta un rostro de mujer, y tiene un jodido imán para atraer a los majaras. De la ciudad sin mar en la que vive, desaparece gente de noche y de la noche, mientras el Poe (llamado así porque dicen que es "medio poeta", y medio cabronazo, sólo intenta no pensar en nada, que dejen de dolerle las manos, y no cruzar la delgada línea que lo separa de Lola, dueña del bar, porque sabe que cuando la cruce, no sabrá volver atrás.

Y empieza así:



1
Toda Dinamarca resoplando sobre mí



Cuando un loco parece completamente sensato, es ya el momento de ponerle la camisa de fuerza. 
La frase, que me persigue de cerca como una sombra de mediodía, entra al bar detrás de mí. 
No es mía, sino del Poe original, el del El Cuervo y El Corazón delator, como si los corazones fueran algo más que bolsas de sangre, me digo. 
Yo sólo soy el Poe de los tercios de Mahou, el paciente confesor de la catedral de locos en que se ha convertido el bar de Lola. 
Y estoy harto de majaras. 
De verdad.
Lola me saluda, estudia mi cara y revisa las reservas de Four Roses.
Hoy tengo cara de Four Roses. 
Es lo bueno de pertenecer a un bar, me digo. 
Antes me daba igual cualquier bar. Pero desde hace un tiempo, no sé cuánto tiempo, me hago un lío con el tiempo, sólo vengo al bar de Lola. 
Vengo cuando me duelen las manos. Siempre me duelen las manos.
Esto es mejor que mi casa vacía de Lucy, en lo alto del viejo edificio, con las paredes tapizadas de fotos con su cara recortada y una única nota musical pintada a brochazos que se repite ya sin ritmo. Mejor que el invernadero de cristales sucios lleno de esqueletos de plantas resecas.
Mejor. 
Si.
Sí.

En el minúsculo escenario, el músico con pinta estrafalaria lustra su flauta plateada y bebe cerveza. Me siento siente en paz, por un rato. Acaso todavía tenga una oportunidad. Me gusta el silencio del bar, silencio a ritmo de jazz, que rebota blando en la madera de las paredes y marca el camino del baño cuando toca mear y dejar sitio para más bourbon o más cerveza. Es un silencio diferente al de mi casa.
— ¿Qué tal las manos? —pregunta Lola. 
Es guapa. Tiene un atractivo de mujer fuerte y sabe tratar a los clientes, medir a los listos o poner orden sin perder los nervios. Tiene clase.
—Mejor. Duelen, pero se soporta.
No puedo decirle que lo que me duele, lo que verdad me duele, es el huevo izquierdo del talento. El que me amputé hace tanto tiempo que si no fuera por el dolor de su ausencia, creería que nunca tuve. 
Las manos duelen, sí. 
Pero cuando te duele algo que tienes, sabes que todavía lo tienes. Jodido, pero está ahí. 
Lo que te falta, duele más. 
Pero Lola tiene la noche tierna, le ocurre a veces. Y entonces se preocupa por mí, equivoca el camino, se postula en silencio para cuidarme de mi mismo y me dice, con el mismo tono que nebulosos amigos del pasado me recomiendan beber menos:
—Deberías buscar un curro mejor. Tú vales más que para hacer paquetes, Poe. Mucho más.
No le respondo que se meta en sus asuntos porque hay algo en la manera de llamarme Poe que lo impide. Todo el mundo me llama así, desde hace años, desde que Haroldo se dio cuenta de que mi nombre ya no me nombraba y me puso Poe, un poco porque mis cuentos eran tenebrosos, y otro poco en broma, porque decía que yo sólo era “medio poeta”. La otra mitad, la que mandaba, solía decir Haroldo, era  la de un “jodido cabrón”.  
A veces  lo echo de menos. 
Otras veces, cuando he bebido demasiado, hablo con Haroldo y su fantasma me responde.
Quisiera decirle a Lola que he dejado lo de los paquetes. 
Pero mejor no.
Queda poca gente. Por suerte, hoy no hay majaras en el bar. 
Estoy harto de majaras. 
De verdad. 
Pero este bar pertenece a los majaras como un oasis pertenece a los sedientos. Hasta aquí procesionan, con sus mejores galas, en busca de un perdón imposible o de un dios que no los mate. El bar de Lola es la catedral de los locos de la ciudad, el punto de encuentro y de fuga, la última parada en el penúltimo delirio antes de volver a un mundo que les queda pequeño y les queda tan lejos. Los locos realizan aquí sus ritos necesarios, buscan al Poe para confesarse con un sacerdote pagano y descreído –como han de serlo todos-, no esperan penitencia ni demandan certezas de otra vida Más Allá, porque ése es el barrio en el que viven.  Lola completa la eucaristía con sus brebajes dorados, que no pueden ser, por el color, la sangre de ningún vástago divino, y entonces es mejor no preguntar qué son, beber y punto.
En cuanto a las hostias, siempre cae alguna.

Si.
Sí.

Un par de horas se pierden sin dolor. Supongo que es lunes o martes, a saber. Seguro que no es miércoles. 
Los miércoles no suelo venir, porque hay bandas que tocan y que traen a sus propios espectadores, sus familias y hasta a sus vecinos, hay entendidos que repiten en voz baja el nombre de las canciones o aportan datos innecesarios a quien los quiera escuchar. Yo no quiero. Detesto los bares repletos, porque se llenan de caras que no me suenan o me suenan demasiado. Todos se parecen cuando sacan a pasear sus miedos.  
Los miércoles hay ecologistas y hay contaminadores, incluso ecologistas contaminadores. Hay muchachas flamantes por fuera y gastadas por dentro, hay  hombres que matarían por encontrar un motivo válido para seguir viviendo. Hay poetas de los cojones, sin cojones para escribir lo que piensan y que acaban escribiendo lo de que deben. Yo fui uno de ellos, creo. Hay chavales que se matan en el gimnasio por las tardes, para sentirse matadores por las noches y terminan matándose a pajas al amanecer, con notable fortalecimiento de los bíceps. Hay genios por docena, repitiendo sobre el hombro de quién se deje el comentario inteligente de aquella revista contestataria que a la hora de pagar las colaboraciones, no sabe o no contesta. Hay parejas desparejas, parejas deshechas, parejas que se alimentan del mutuo rencor. Hay también parejas que se quieren, gloriosa estupidez que envidio cada vez que la mirada de Lola se me enreda en la nuez y la estrangula de promesas. Hay adictos a todo que no quieren nada, bellezas de neón que se aman a si mismas mientras saltan de hombre en hombre, de espejo en espejo, narices hambrientas que hacen cola frente al baño como quien embarca en un vuelo turístico. 
Hay gente. 
Demasiada gente los miércoles. 
Y aunque me jode admitirlo, los miércoles vienen muy pocos majaras de verdad. No aparecen cuando salen los aficionados. Estoy seguro de que los locos también detestan las imitaciones.
Si.
Sí.

(Luego sigue, pero eso otro día)

Marciano


Me brotan antenas
en los lugares mas insospechados
de la epidermis
y todas apuntan hacia ti.

Mi piel se torna verde sin remedio
si paso mas de cuatro días
sin cargar de energía mi tentáculo
en lo mas profundo de tu matriz.

Mi dedo numero 21
se enciende de luces
cuando señala mi casa
entre tus piernas.

Y las yemas de los otros veinte dedos
se erizan de ojos que te ven
mientras te toco cerrando los ojos
terráqueos oficiales.

Este planeta me es ajeno
y levito sonriente por la calle
mientras los nativos croan
crípticas criticas de crisis.

Antes de que vengan  a buscarme
los hombres de negro
he de admitir que soy un marciano
que solo quiere invadirte cuerpo adentro.
Que me abduces cada vez que te desnudas
y en lugar de aprender las costumbres
de este mundo y su lógica gastada
espero feliz a que caiga la tarde
para que vengas húmeda a mi nave
y ajenos a las ley de los mortales
sigamos
haciendo marcianadas

miércoles, 28 de noviembre de 2012

En tu camita


En tu camita

Lo confieso, casi sin verguenza:
mientras duermes, a kilómetros de mí,
te follo como la primera vez,
con la furia gentil que reservo a las desconocidas
que acaso no vuelvan a tropezar con mi cama.

Es casi una violación consentida,
un ansia de inundar tus entradas
y hundir las preguntas cuerpo adentro.
No pretendo el daño, pero el daño es un acierto,
ni victorias imposibles sobre tu cuerpo de batalla,
digamos que me busco en lo más hondo
esperando no encontrarme,
para que la ausencia
no duela de verdad por la mañana.

En el fondo de tu coño me encontré,
como luego me encontraría en tus ojos,
pero mientras duermes como una niña en tu camita,
juego seriamente a follarte como si no te amara,
un choque de cometas en el centro de la nada,
un cataclismo de dos nadies que se igualan.

¿A quién engaño? Incluso en el medio de tu sueño,
cuando más salvajemente te poseo,
siento la necesidad de curarte otras heridas
mientras te hiero.

La vieja contradicción de los amantes:
querer saberlo todo del sujeto del amor,
y tratarlo como a un bello objeto ajeno;
protegerte del mas ligero de los males,
y  someterte a mis instintos más bestiales;
ser al mismo tiempo la patria y el extranjero
que no deja huella para ser inolvidable.

Hacia el alba me asalta la culpa, manantial,
cuando saciada la furia se derrama la ternura.
Pero solo puedo amarte de esta forma dual:
hacer que todo empiece
para que no se acabe
la conocida novedad de descubrirte una vez más.

Mientras duermes, horadada de mí, sonríes,
y sospecho que esto que te hago y esto que quiero,
también lo quieres, también lo pides sin pedirlo,
y aunque finjas olvidarlo al despertar,
también lo sabes.

El otro


El otro


Soy un extraño que vive conmigo
y a menudo me asusta su distancia.
Enciendo cerillas para iluminar tu camino,
pero él puede apagarlas de un soplido,
dejarte a oscuras y temblando de frío.

No siempre lo controlo, no siempre quiero.

Él manda en mi soledad,
yo en las ventanas que abro
para asomarme a tí
o saltar al vacío con los brazos pegados al cuerpo.

La acera espera, armada de paciencia,
a que me rinda una vez más a su avidez de sangre en desperdicio.
Quiere mis pasos que se van, no los que vuelven,
quiere que haga lo de siempre y me mude a mi nunca.

Contigo, por motivos que conozco o imagino,
el otro está escondido.
Pero tarde o temprano saldrá, a segarme las sonrisas
con su guadaña de olvidos.

No lo llames
amor
por su cuenta aparece y me arrastra hasta un lugar
en el que nadie me puede tocar,
donde todo es humo de hojas secas y folios
con versos que se borran antes de que acabes de leerlos.

Lo que me duele no es que venga
sino avisar que viene, y que nadie me crea
hasta que es demasiado tarde.

Confieso que no quiero matarlo y que podría,
que envidio su capacidad de necesitar a nadie.
que me fascina su desapego y lo combato
abriendo el pecho al viento que me traes.

He intentado defenderte de él y de mí,
esta guerra era un asunto de familia,
pero estás dentro ya, y cuando el otro venga,
tal vez podamos enseñarle a reír de buena gana,
evitar que nos aplasten sus presagios,
seducirlo juntos y hacer con él un trío
que habite nuestra vida y nuestra cama.

O tal vez no.

Conmigo es fácil el error de creer saberlo todo,
pero él también soy yo
y con él
nunca se sabe.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Un lunar con forma de estrella


Un lunar con forma de estrella





Estoy harto de los majaras. Se me pegan sin previo aviso y la naturalidad con que asumo sus delirios me preocupa, a veces. Cuando estoy sobrio. Me preocupa pocas veces.
Entra esa mujer y los clientes contienen el aliento. Hay bastante gente esta noche en el bar, porque tocará alguna banda de jazz con muchas ganas pero poco talento. Se sienta a mi lado. Pide un whisky y me dice:
—No pienso follar contigo. Eres un canalla.
Va a empezar.
Estoy harto de los majaras.
De verdad.
Pero ha dicho «canalla». No ha dicho mamón, maldito cabrón, jodido hijo de puta, o definición parecida. Una mujer que dice canalla frunciendo así los labios tiene algo de reina. Aunque esté loca.
Lleva un vestido rojo y el amarillo de su pelo es un sol de bote pero le sienta muy bien. La tela roja ciñe su cuerpo y no le sobra nada. El escote podría servir de escenario para la actuación de un coro de pueblo, pero dudo que nadie prestara atención a las voces ni a la melodía. Desde el otro lado de la barra, Lola me asesina con la mirada pero nunca dirá nada. Nadie es de nadie y yo soy nadie.
—Eso eres: un canalla. Y ni sueñes con llevarme al servicio y romperme las bragas y hacérmelo contra los azulejos. Ni lo sueñes —insiste ella.
—Llevo siglos sin soñar —informo—. Y sin romper bragas.
—No intentes liarme con tus trucos de poeta. He leído tu libro.
—No esperes que te felicite.
Se remueve en el taburete y el movimiento agita su cuerpo. Joder.
Necesito otra cerveza.
Busco las cerillas en el bolsillo y las arrojo sobre la barra.
Cuento.
Diez.
Diez es par.
Par es sí.
Joder.
—La sexta, Poe —contabiliza Lola mientras me alcanza mi Mahou.
—No te hagas el apático —dice la rubia—. Sé que eres un maldito canalla. Con el cuento del escritor te dedicabas a engañar jovencitas ingenuas para tirártelas.
No discuto. Hace tiempo que sospecho lo mismo, pero entonces era tan idiota que pensaba lo contrario. Hasta que empecé a caer. Aún estoy en ello.
—«Pájaros de sudor volando por los azulejos y los cuerpos» —declama con tono burlón. A mí también me suena muy cursi—. Menuda chorrada. ¿Te suena el nombre de Verónica? Tenía dieciséis años, hace unos siete…, delgada, cintura estrecha, caderas generosas, unlunar con forma de estrella en la teta izquierda…
Lo del lunar con forma de estrella sí que me suena de algo. En un tiempo me interesó la astronomía. Luego dejó de interesarme todo.
La mujer abre su bolso, espía el contenido, comprueba que todavía lleva lo que busca y sigue hablando. Por algún motivo el bolso me parece muy pesado para ser tan pequeño.
La banda se prepara y antes del primer acorde sé que atacarán con una versión de La chica de Ipanema. Atacar es el verbo adecuado.
—El taller literario. ¿Recuerdas? Verónica era sensible y tierna, llena de ideas y ganas de escribir. Y llevaba tu libro a todas partes. Su poema preferido era el de los azulejos, decía que dentro de la brutalidad de tus descripciones había mucha dulzura…
Un lunar con forma de estrella en la teta izquierda.
Diez cerillas y es un sí.
Joder.
Estoy harto de majaras.
La rubia se acerca y ya va por el tercer whisky sin soltar el bolso que pesa demasiado. Tiene un cuerpo de pecado y aunque intenta ser vulgar no puede ocultar que tiene clase. Y un pecho impresionante.
Dos.
—Verónica hizo de todo para conocerte, y en cuanto supo del taller literario, se apuntó sin dudarlo. Decía que tu decisión de hacer las reuniones en un bar era un rasgo de autenticidad. JA.
No me gusta esto. Ella se acerca más en cada frase y las cerillas han dicho sí y el bolso entreabierto es una fea promesa. Recuerdo un lunar pero no en una teta.
—Verónica hizo lo posible por destacar, por llamar tu atención. Tenía una foto tuya de una revista, ampliada y pegada sobre su cama.
—No es para tanto. Hay gente que tiene la foto de Michael Jackson.
—No juegues al cínico conmigo, Poe. ¿Así te llaman ahora, verdad? Me costó encontrarte, nadie sabía de ti y no pensé que hubieras caído tan bajo. Pero te encontré. Cuando una tiene una misión, acaba por cumplirla.
Mete la mano en el bolso pero se arrepiente. No es el momento.
Bebemos un rato en silencio. Varios moscones se acercan a ella pero los espanta con una mirada de desdén.
—Verónica estaba obsesionada por ese poema. Una guarrada más, un listo describiendo cómo un perdedor se tira a una tía en el baño de un bar. Pero ella se lo sabía de memoria y siempre lo recitaba.
Veo un desfile de baños y azulejos, estrellas que brillan en tetas izquierdas, y el humo de unos ojos que no consigo recordar. Eso fue antes de caer del todo, y desde entonces he oído varios cracs y muy pocos clics. Uno puede seguir tirando cuando oye un clic de vez en cuando. Pero cuando todo son cracs, sólo puede dejarse caer.
El local se anima y lo único que veo es la mano dentro del bolso.
Termino mi cerveza. Las cerillas pares te arruinan la vida, porque significan «sí» y contra eso no se puede hacer mucho.
—Vamos —le digo y tomo su mano.
Nos mezclamos entre la gente que sigue el ritmo con la cabeza o con sus vasos. Lola ha quedado atrás. Entramos a los servicios. El flautista loco mira su flauta extrañado. Sólo consigue tocar cuando se sienta en el váter y entonces sopla maravillas. Pero esta noche la flauta sigue muda. Me mira un momento y sale.
—Verónica… —dice ella.
La empujo sin violencia hacia una de las puertas. Busca con la mano en el bolso pequeño y pesado. La abrazo por detrás pero no se resiste. Le muerdo el cuello y gime. Mis manos caminan por su cuerpo, se meten debajo del vestido rojo, aferran sus caderas como si fueran asas de un ánfora llena de un líquido caliente y volátil. Encuentro las tiras del tanga y al sentir la presión se revuelve contra mí. Tiro hasta romperlas y la tela resbala hacia abajo. Juego con dedos en su coño y está húmedo. Mi otra mano recoge el vestido rojo, acaricia su vientre y sube hasta el pecho. También bajo los tirantes y enrollo el vestido en su cintura. No lleva sujetador. No lo necesita.
—Verónica… —dice otra vez pero se interrumpe.
Entran en el baño un par de clientes a descargar y hacer sitio para más cerveza. Hablan a tropezones pero comentan lo buena que está la rubia de la barra y que no se explican cómo pierde el tiempo con el borracho de Poe. Yo no pierdo el tiempo y busco en mi pantalón y entro. Los tíos se van y nuestros gemidos rebotan en los azulejos del baño. Ni siquiera era un buen poema, no sé por qué a todas les causa el mismo efecto. La rubia colabora, gobierna con la cara contra los azulejos, ataca y vuelve, parece no advertir que su cabeza golpea contra la pared. Todo es brumoso y ruin, todo es brillante. Sigo hasta estallar y un poco más, mientras ella se sacude. Y cuando salgo, suspira y recupera la decisión. Se vuelve con la mano dentro del bolso y ya no me importa.
—¿Por qué? —pregunta.
—¿Por qué no?
—¿Por qué ahora sí y no entonces, cuando Verónica…?
—Porque era una chiquilla tierna, porque hasta yo tengo mis principios y, seguramente, porque estaría muy borracho. Además, el baño de aquel bar donde nos reuníamos era muy cutre.
Me mira a los ojos y me sorprende que tenga unas ojeras nuevas, de sexo, y ese brillo en los ojos. Se acomoda el vestido pero antes se exhibe. En la teta izquierda tiene un bonito lunar con forma de estrella.
—Llevo tiempo buscándote —dice mientras mantiene la mano en el bolso—. Tengo algo para ti.
Cierro los ojos.
Así no vale.
Quiero verlo venir.
Los abro.
Saca un sobre que contiene un tarjetón de color sepia. Es una invitación para la boda de una tal Verónica López con un tal Orlando Sanz. Es un tarjetón caro, como la sala de fiestas donde se celebrará el ágape.
—He podido olvidarte, canalla. He conocido a un chico bueno y sensible y me caso el sábado.
—Ya.
—¿Vendrás? —pregunta.
—No lo sé. ¿Habrá buena bebida?
—La mejor y en cantidad. Yo misma me ocupé de elegir el menú y la sala. Además, tiene unos baños impresionantes.
Se arregla el vestido y se marcha, como una reina.
Fumo un cigarrillo sentado en el váter.
Estoy harto de majaras. De verdad.
Salgo al bar y eludo la mirada de Lola.
Busco la puerta de la calle y me siento en la acera.
Necesito mirar las estrellas.

( De "Yo también puedo escribir una jodida historia de amor", Ediciones Escalera)

http://www.edicionesescalera.com/libro.asp?codart=TRA011

http://www.todoebook.com/YO-TAMBIEN-PUEDO-ESCRIBIR-UNA-JODIDA-HISTORIA-DE-AMOR-CARLOS-SALEM-ED_-ESCALERA-LibroEbook-es-9788493778309.html

Escaleras sin fronteras


(Este cuento forma parte de un proyecto colectivo organizado en Francio por Le Concierge Masqueé. Se trataba de que varios autores escribieran un testo a partir de la misma situación y partiendo de la misma frase. Blancanieves yace muerta, los enanitos son sospechosos y Armand Leprince lleva la investigación)


—El asesino está entre estas paredes —acaba de decir  Armand Leprince y los siete enanos negros representan la sorpresa de acuerdo al carácter que él les conoce. 
—Esa es una acusación muy arriesgada, señor Leprince —responde sin alterarse el Sabio.
—¡Eso no me lo dice usted en la calle! —salta, indignado, el Gruñón.
—Pero, pero… —moquea, lloriqueando, el Mocoso.
—¿Usted cree que he sido yo, verdad? —se sonroja el Tímido. 
—¿Qué ha dicho, que ha dicho? —pregunta desperezándose Dormilón.
—Nada, hombre, que aquí el amigo Leprince está de broma, muy buena, Leprince, muy buena —se carcajea el Feliz.
El Mudito no dice nada. 
Leprince da un fuerte puñetazo en la mesa y se arrepiente de inmediato, ya que el golpe ha hecho vibrar los pechos de Blanca, desnuda y muerta sobre la superficie de madera. Y eso le parece un sacrilegio. La muchacha es una estatua de belleza intocable, aunque él se muere de ganas de tocarla.
—Si la hubiera matado uno de nosotros, no lo hubiéramos llamado a usted, ¿no cree? —argumenta el Sabio.
—¡Que la hallamos así, hace poco más de una hora, coño! —protesta Gruñón.
—Tal vez le he contagiado mi resfriado y por eso… —se entristece el Mocoso.
—Yo, yo no sería capaz… —argumenta el tímido.
—Yo no sé nada —dice Dormilón—, acabo de despertar de mi siesta.
—Son cosas que pasan, Leprince — resta importancia el Feliz —. La vida sigue y propongo hacer una fiesta en homenaje a Blanca.
El Mudito no dice nada.
Leprince, fuera de sí, está punto de dar otro golpe en la mesa, pero se contiene. Bastante le cuesta ya no mirar el cuerpo desnudo. Quién hubiera dicho que la recatada secretaria ocultaba tantas curvas bajo sus holgados vestidos…
—No me ha llamado ninguno de ustedes, caballeros —afirma mientras se pregunta si el el reciente exabrupto no le habrá desacomodado la peluca—. He venido porque recibí una carta: esta que ven en mi mano. De Blanca. Venía acompañada de una nota en la que aseguraba que moriría hoy y me pedía acudir a esclarecer los hechos, porque el asesino estaría en este cuarto.
Todos callan, asombrados, salvo el Mudito que lo hace por costumbre. Leprince abre el sobre y comienza a leer:
“Señor Leprince, si ha respetado usted esta última voluntad, leerá esta carta en presencia de mis siete jefes, probablemente ante mi cuerpo sin vida. Si es así, le estoy muy agradecida por ser, una vez más, todo un caballero. Querrá, sin duda, conocer el motivo de mi muerte. Pero ¿Cuándo comienza una a morir, señor Leprince? En mi caso, cuando comencé a trabajar en esa apartada mansión en medio del bosque, como secretaria de la ONG Escaleras sin Fronteras, de la que usted es uno de los mecenas. Creí que podría ayudar a mejorar la vida de miles de enanos en todo el mundo, que se ven ignorados por una sociedad que los mira, con dedén, desde arriba. Nada más lejos de la realidad. Aunque usted nunca sospechó nada, esta fundación es, en realidad, la tapadera de oscuros negocios, dirigida por pequeños desalmadso. Sabio, por ejemplo, tan ecuánime, dirige buena parte de las tramas de trabaj oescalvo infantil en el sur de Africa. Obtuvo, ignoro porqué oscuros medios, los originales de una desafortunadas películas pornógráficas que rodé en mi adolescencia, empujada por la necesidad, y que de conocerse, acabarían con la vida de mi madre. Así que tuve que callar y ceder a sus más bajos instintos, además de acostarme con algunos benefactores de la Fundación, para aflojarles, además de la entrepierna, el bolsillo. Gruñón, que de inmediato se enamoró de mí, lejos de salvarme, pemitió que eso ocurriera, tal vez ocupado en controlar la red de trata de blancas que dirige, especialzada en muchachas nórdicas de más de un metro noventa de estatura. Mocoso, siempre enfermo por  esmerarse en su papel de traficante de medicinas ilegales, también gozó de mi cuerpo sin recato, al igual que Tímido, cuando no estaba ocupado controlando sus páginas de pornografía infantil. En cuanto a Dormilón, que regenta plantaciones de haschís en varios países, pese a fumarse él mismo  buena parte de la producción, siempre halló un momento de lucidez para abusar de mí, al igual que Feliz, quien, si no se modera pronto en el consumo de cocaína, se quedará sin nada que vender  a la puerta de los colegios. 
Sólo Mudito tuvo para mí gesto de compasión, y jamás me puso una mano encima, aunque tampoco hizo nada efectivo para liberarme, acaso porque, dentro del Consejo de Adminsitración tiene voto, pero no voz. 
Y todos sabían que yo estaba al límite, y que si decidía denunciarlos acabarían en la cárcel. Varios accidentes nada accidentales me hicieron sospechar que tenía los días contados, y por eso escribo esta carta dirigida  a usted, ya que su llegada me llenó de esperanzas. Un hombre recto, tanto que mis jefes no me obligaron a seducirlo para incrementar sus donaciones. Un hombre ejemplar, tan convencido de la alta tarea que aquí se realizaba, que fue incapaz de ver la verdad aunque estaba ante sus ojos. Moriré, señor Leprince, pero no me iré sóla. La infusión que Sabio toma puntualmente cada mediodía, llevaba además, un potente veneno insípido, el mismo con que unté mi sexo antes de Gruñón entrara a mi cuarto para violarme para desquitarse de un mal amor no correspondido. Y como es habitual, vino acompañado por Tímido, que abusa de mí sin mirarme a los ojos. Y, sí,  es el mismo con el que impregné el pañuelo de Mocoso, la marihuana de Dormilón y la coca de Feliz.  A Mudito lo dejaré vivir, ya que, pese a su laconismo, estoy enamorada de él y desde que llegué a la mansión pasé cada noche mirando al techo, esperando en vano que viniera a mi cuarto para mitigar el explosivo deseo que me provoca su proximidad…”
Mudito sonríe y llora, mientrar mira a los demás con gesto triunfal.  Salta sobre la mesa y le da a la inerte Blanca un apasionado beso, mientras Leprince sigue leyendo:
“Los otros seis morirán , calculo, cuando acabe usted de leer esta carta. Y también morirá usted, señor Leprince. Por haber mirado hacia otro lado todo el tiempo, por no querer ver la realidad, temeroso acaso de que su mundo burgués se desmoronara sin remedio. La tinta que toca está impregnada de un poderoso veneno. Saqué la idea de una novela de Umberto Ecco, usted ya sabrá cual, porque será tonto, pero también es muy culto.
Como habrá deducido, me suicidé, aunque en realidad todos vosotros, salvo Mudito, de una o otra forma, me han ido matando poco a poco.  Atentamente, Blancanieves”. 
—¡Esto es ilógico! —protesta el Sabio y cae muerto.
—¡Pero qué hija de puta! —grita Gruñón y cae fulminado.
—Creo que será mi último estornudo —comenta Mocoso. Y tiene razón.
—Yo, yo, yo…—balbucea Tímido y muere sin hallar las palabras.
—Me temo que esta siesta será muy larga —bosteza dormilón y se duerme para siempre.
—Sólo espero que en infierno haya discotecas —sonríe Feliz y la palma.
Leprince, incrédulo, tiene los ojos fijos en la carta y descubre una posdata en el doblez del papel, que lee antes de caer fulmiando:
“por favor, impida que Mudito me de un beso de despedida. El veneno que tomé se concentra en lo labios. Gracias".
Mudito se separa del cuerpo y grita:
—¡Mierda!
Luego cae muerto.

Cosas que pasan ( a mí)





París, Festival París Polar después de disfrutar de la hospitalidad de mis Amigos Sebastién y Aurelia. 
Firmas, mesa redonda sobre humor y novela negra (siempre me piden que hable de humor o de sexo, es decir que me tienen por un chachondo en ambos sentidos de la palabra), y antes de cenar, ir corriendo a registrarme al hotel Jack's, en la Place d'Italie. La recepcionista simpática, casi picarona, me informa con una sonrisa que me dará la habitación de Jean Genet. Es temática, pequeña pero muy confortable. Sobre el cabecero de la cama, libros del autor y otros destacados de la literatura francesa. Libros antiguos que le encantarían a una que yo me sé. Tentación de llevarme uno, que resisto. Y duermo convencido de que tanto talento sobre mi calva me inspirará a tope. Me despierto lleno de ideas, desayuno y salgo a fumar. Tras un rato, levanto la mirada y sobre el muro, una placa me informa: 
"El escritor francés Jean Genet falleció en este hotel el 15 de abril de 1986"

Esa noche tardé bastante en dormirme. Casi demasiado,

lunes, 5 de noviembre de 2012

Una historia de amor pornográfico





—Cuéntame una historia de Marta —dijiste después de encender el cigarrillo—.Cuéntame una historia si pretendes volver a follarme. Una historia de amor pornográfico .
Te miré suponiendo una broma. No conocía tu sentido del humor, ni el nombre de tu flor preferida, ni lo que soñabas de pequeña cuando las luces se apagaban. Casi no sabía nada de ti, pero tenía el sabor de tu coño en mi boca, y el sudor que cubría mi piel te pertenecía al cincuenta por ciento. Ignoraba la fecha de tu cumpleaños y aún no había llegado a hablarte de la bicicleta roja que quise tener y no tuve para pedalear hasta el fin del mundo. No conocías  el nombre de pila de los cuatro amigos que  tengo olvidados por el mundo, ni el sueño del perro negro que todavía me sobresalta algunas noches, pero me habías tenido en tu coño y en tu boca, me habías mordido y chupado la polla, la habías bautizado de tu saliva en comunión con mi semen, y cuando acabé de sacudirme en espasmos  felices, te había visto arrodillada en la cama, con las manos juntas a los lados de la polla menguante, como al final de una oración. Y tenías cara de fe, en ese momento, aunque no conocías mi segundo apellido ni el motivo por el que jamás lavo mi coche.
Pensé que era curioso, pero lógico. Nos habíamos dado lo más recóndito en apariencia, pero acaso sólo fuera carne y nada más.
—Y tiene que ser una historia  real, no importa que te ocurriera a ti o te la contara Marta, pero que sea real —agregaste. Y repetiste: —Una historia de amor pornográfico.
—Querrás decir pornográfica. La historia de amor, digo…
—No. Quiero decir pornográfico. El amor.
Te miré otra vez, sudada también, con el rubor de las mejillas imitando el de los labios cansados de chupar, el del coño aún abierto y en retirada. No hablabas en broma.
—¿No lo entiendes, verdad? Todo esto estuvo bien, muy bien. Pero quiero algo más. A mí no me tendrás con poemas y frases bonitas, a mí me tendrás con historias de amor pornográfico. Como a Marta. No voy a ser menos.
Estuve a punto de preguntarte cuál era la diferencia entre los poemas y la pornografía, si para ambos hay que desnudarse  o conservar sólo los adornos excitantes. Pero era una forma torpe de evitar hablar de Marta. Una vez más maldije ese libro, entre tantos otros que hablaban de los demás. Pero no, yo había tenido que vengarme de Marta, que rescatar a Marta, que publicar a Marta para que todos supieran como era cada rincón de Marta.  Es como si hubiera hecho que todo el mundo se estuviera follando a Marta  al leer esa novela, pensé. Y pensé también que eso, a Marta, le hubiera gustado.
Para reforzar tu propuesta giraste el cuerpo con pereza, exhibiendo tus caderas y  erguiste el culo, gata en celo.
—Sólo si me cuentas una buena historia —dijiste—. Quiero una historia por cada polvo, seré tu puta  literaria y pornográfica, mis servicios son caros y no fío, así que dile a esa cosa que no empiece a cabecear de ese modo, que sin historia, no hay polvo.
Recogí el reto:
—Lo haremos a mi manera. Te mandaré una historia por e-mail la noche previa a cada encuentro.  Y al día siguiente, la pondremos en escena, por bestia que sea.
Me miraste pensativa y celebré  una claudicación previsible.
—Vale —dijiste— Pero sólo si la historia me gusta.
Cerramos el trato y abriste las piernas.  
Habías caído en la trampa.
Y yo también.

***

Volvimos a encontrarnos y era jueves. Más  tarde, tuviste la delicadeza de no hacer referencia a Cortázar, aunque me consta que habías leído el cuento. Y por lo tanto, el azar de la cita en un vagón de metro, entre  Atocha  y  Tribunal, era un riesgo calculado.  Cinco estaciones y  no sabía a ciencia cierta cuántos vagones lleva cada  tren. Pero sí sabíamos la hora aproximada, porque todo tenía que ocurrir como en el relato que te había mandado la noche anterior.
Te vi al salir de Sol, pero pensé que acaso habías subido antes, para observarme. O porque te lo estabas pensado. Había  mucha gente gastada subiendo y bajando del metro, pero en Sol el tren se descarga para recoger nuevos despojos a partir de Gran Vía. Madrid, arriba, sería un nudo de  calores enroscados en ropas coloridas. Abajo, todo era blanquecino. Hasta tu vestido que se pegaba a la piel mientras fingías no mirarme, no conocerme, sólo leer  tu libro de pie entre la multitud de viajeros a ninguna parte.  Le dejé mi asiento a una vieja que celebró mi caballerosidad sin saber que lo hacía para verte mejor en acción. Ya habías empezado. Tu radar, como supuse, funcionaba a la perfección y la víctima elegida era ideal. Un hombre en la mitad equivocada de los  treinta y en una vida equivocada. El traje y la corbata mentían, y mentían mal una prosperidad repetida en uniforme de oficina, porque la chaqueta tenía ya la forma inconsciente de las ropas  de trabajo, tantas horas al día durante tantos días a la semana, y el viernes por la noche a colgar en la percha  para perder horas perdidas hasta el lunes.
Te había visto. Era imposible no verte aunque el vagón, y no te ofendas, contenía unas cuantas chicas desvestidas de verano y con durezas empujando faldas leves. Pero tu vestido blanco, el largo ideal pese a que en mi relato sólo lo había sugerido, la transparencia justa y delatora enmarcando pezones, el tanga -en eso yo  había  insistido mucho- breve pero negro porque los tíos nos fijamos en esas cosas, y aunque  tú disentías para  ir más lejos y me llamaste a medianoche para decir que “mejor sin bragas”,  yo me mostré inflexible: un tanga enano nos pone todavía más tontos, porque se  marca y está, dejando al aire de la mirada las curvas del culo (coincido  y te lo dije, con Vázquez  Montalbán  –creo que era él- en que sería más adecuado hablar de  “los culos”, pero esas sutilezas no cabían en el relato); el tanga sólo eran las tiras negras remontando caderas y la insinuación del triángulo oscuro  muy arriba, el tanga lo había visto el tipo del traje todo el tiempo aunque se concentrara en un periódico deportivo ya ajado, mientras tú, leyendo, te acercabas lo suficiente para que él supiera que estabas más cerca, a una polla de distancia y luego un poco menos, sin rozar pero a punto, y él, más por reflejo  social  que por  decisión, trataba de retirarse un poco pero no podía, la masa de gente era compacta hacia las puertas, siempre se amontonan en las puertas para creer que pueden bajar en la próxima, aunque  vayan hasta el final de la línea.
No sé si él anhelaba o temía la curva, pero los tres sabíamos que llegaría. La duda era en qué sentido nos empujaría a todos contra todos, si te haría caer, los dos culos  partidos por el tanga en mitades perfectas hacia su polla que ya empujaba bajo el pantalón del traje, o  lo lanzaría sobre  ti para un encaje perfecto. Admiré tu precisión al situarte, mientras leías con una inocencia  absorta  el libro cuya cubierta  anunciaba una historia aburrida de saga familiar y romances truncados.
La curva. A favor de tu cuerpo, o del suyo, casi pude sentir un clac de encaje cuando tus culos buscaron y hallaron su polla vertical, era de los ilusos que carga hacia arriba para controlar erecciones inesperadas, sin percatarse de que la polla, como el agua, busca un cauce, y si la llevas a un costado, el que sea más cómodo, puede que te de algún susto, pero  jamás ese encierro que se traduce en  rigidez  erguida. Eres alta, no lo había notado porque dos días antes, desnuda, me pareciste pequeña y sinuosa, pero eres alta. Y el detalle de los tacones estuvo bien. Había olvidado poner algo de tacones en el relato de mi historia con Marta que repetíamos esa tarde. Tu estatura, los tacones, y la astucia que te hizo apoyarte en las puntas de los pies y elevar un poco el culo mientras caías hacia él, hacia un encaje milimétrico entre la hendidura de tus culos y su polla vertical. Te admiré, porque no podías saber hacia dónde cargaba el tipo. ¿O sí? Marta siempre sabía.  Y también admiré la naturalidad con que, en lugar de volver a la posición  inicial, aprovechabas su confusión para retroceder medio paso y quedar pegada, siempre leyendo, las gafas no te quitaban morbo, lo multiplicaban, te imaginé desnuda y con las gafas puestas, con mi polla en tu boca mientras leías en sus venas a medida que iba entrando entre tus labios. Ignoro qué imaginó el tipo, pero pasó de la sorpresa al desconcierto. Y se pasó de parada. Lo supe por la forma de mirar el cartel, las dudas sobre la actitud a tomar, y porque miró el reloj en su muñeca, colgando de la barra, y decidió que ese culo bien valía hacer el trayecto de regreso más tarde. A menos que decidiera seguirte.  
Ya íbamos por  Iglesia y el personal había cambiado. Me pregunté si te hubieras atrevido con alguno de esos hombres oscuros que hablaban entre sí en lenguas desconocidas. Supuse que sí. De hecho, uno de ellos te señaló con la nariz para indicar a un compañero lo que ocurría. Apenas te movías y para cualquiera que no prestara atención, el movimiento era resultado de la inercia del vagón. Pero era tan evidente que entre el oficinista y tú no había la menor relación, que la cercanía de los cuerpos los alertó.  Desde mi posición, ahora  a un costado de él y mirando tu nuca, podía ver tus pies empujando tus nalgas con ritmo lento, apenas lo necesario para que el tipo supiera que te frotabas contra su polla a voluntad. Pero al mismo tiempo le parecía tan imposible, pasabas páginas y leías con atención, perdida en la lectura. ¿Qué podía hacer? Esperar. Los morenos se bajaron en Cuatro Caminos  y pensé que tus esfuerzos serían en vano pese a la perfección de la puesta en escena. El rostro de él mostraba congestión, los ojos enrojecidos miraban hacia los lados, intentado decidir. Tu cuerpo apretaba más y la fricción era todo lo firme que permitía la posición, pero tal vez se asustara y bajara antes.  Me pregunté cuántas veces habrías leído el relato, y si habías calculado las posibilidades y las alternativas. Nunca te lo pregunté después, porque cuando el tren salió de Estrecho cambiaste el libro de mano y lo hiciste. Bajaste la otra con aire casual y pude verla, porque por casualidad o en mi beneficio escogiste hacerlo del lado en que yo estaba.  La mano basculó muerta, despegó el vestido  de tu  espalda  y casi pude oír gemir al tipo cuando tu cuerpo se separó del suyo unos centímetros.  Tu mano volvió a bajar pero ya no apareció en el costado, porque se había quedado sobre la polla del oficinista,  la palma estirada  a lo largo, los dedos rozando la base a través del pantalón mientras apretabas y frotabas con un compás desmentido por  tus ojos  sobre las páginas del libro. Subí mi mirada hasta su cara, del miedo a la duda, y de la duda al abandono, intermitente, porque varias veces abrió la boca, supongo que pensó  en decirte algo, en proponerte  al oído bajar juntos en la próxima o algo así, pero ¿cómo estar seguro de que no empezarías a gritar y el escándalo, el oprobio y las explicaciones que nadie creería? En Tetuán ya había  renunciado  a  pensar, por esa urgencia del placer que a los hombres nos impide disfrutar de algún poder sobre vosotras, ese punto sin retorno en el que no nos importaría morir a cambio del momento. Tu mano seguía sin piedad pero a él la realidad le pegaba por momentos, una voz mecánica cantó sin ganas el nombre de la próxima estación y  entonces pude ver la excitación en tus fosas nasales, la boca apenas entreabierta y giraste la cabeza y me miraste  mientras redoblabas empeños con la mano en su polla y al entrar en Plaza de Castilla el oficinista del traje color gris claro se corrió contra tu mano  y suspiró como si fuera la última vez.
Le tuve envidia. Pero  no sólo por tu regalo, que al bajar  cubriéndose con el periódico lamentaría después por la mancha oscura y extensa en el pantalón. Estoy seguro de que pensó en abordarte. Pero entre la preocupación por la mancha y la sensación de vulnerabilidad que nos asalta cuando acabamos de corrernos, dudó. Te siguió a unos pasos de distancia, en tu andar por la estación superpoblada, sacudió la cabeza extrañado cuando comprendió que no salías a la superficie como todos los pasajeros de ese tren, que en realidad dabas un rodeo para ir en busca del andén de retorno. Lo vi pensar un instante, jugar con la idea  de subir detrás  de ti, y hasta  mirar hacia su polla como consultándole qué hacer. Pero al final optó por buscar la calle y supongo que un taxi para volver a su destino.
Eso me distrajo y casi pierdo el tren. Alcancé a entrar en el vagón cuando las puertas comenzaban a cerrarse y pensé que sería demasiada casualidad que fuera tu vagón. Era tu vagón y ya preparabas el viaje de retorno, leyendo inocente tu libro cerca de  un cuarentón con gafas de concha que leía un diario económico. Sonreí. Sabía que no podría concentrarse en la fluctuación del mercado bursátil.

***


Era de noche cuando salimos a la superficie y fuimos andando hasta mi casa. Parecías cansada  pero la excitación  te hacía caminar de prisa.
—Eres un cabrón —dijiste—. Un cabrón inflexible.
—Un trato es un trato.
—Ya, no sé cómo te las has apañado, pero lo que empezó como una prueba para ti, resulta que ahora es una prueba para mí. Menudo esclavo estás hecho…
—¿Quieres anular el trato?
—Quiero que me folles. 
Estabas excitada. Muy excitada.
—¿Cuántos han  sido? —preguntaste.
—Contando el viejo, diez
Reíste y tu risa me  provocó una erección más grande que los juegos anteriores.
—Al viejo no lo cuentes. No se llegó a empalmar.
—Pero vaya lío que montó. Creí que  tendrías problemas.
—¿A quién le va a creer la gente, a una chica inocente y con gafas, o a un viejo verde con la bragueta abierta?
Volviste  a reír  y por suerte ya estábamos en mi portal. Alcanzamos a encontrar el ascensor, y mientras subía comprobé que todos esos “viajes” te habían dejado empapada. El dedo resbaló hasta la base mientras tu mano habilidosa me buscaba y me hallaba. Y así salimos del aparato,  con mi mano bajo tu falda  abriéndote el coño desde atrás y mi polla en tu mano, como una empuñadura. Ignoro qué hubiera hecho si había vecinas fuera.  La llave halló el hueco de la cerradura y también estaría húmeda, porque se deslizó hasta el fondo. Abrí la puerta con la mano libre y cuando quise recuperar la llave, te agachaste  y comenzaste a comerme con hambre atrasada. Lo querías así. Lo querías ahí, en la puerta  abierta de mi piso y de cualquier  modo no tengo muy buena reputación en el bloque.  Fui lanzando zapatos, camisa y pantalón hacia dentro. Te detuviste para imitarme, aunque podría jurar que te quitaste la ropa sin sacarme de tus labios.  Cuando hiciste el gesto de quitarte las gafas, dije:
— Déjatelas  puestas.
—Vicioso —dijiste en una pausa para respirar.
El ascensor  pasaba de largo, a  tres metros de nosotros.
—Házmelo aquí —dijiste poniéndote a cuatro patas, el culo apuntando hacia  la mirilla de mis vecinos.
Me arrodillé detrás, sintiendo el fresco contacto de las cerámicas del suelo contra la polla cuando me estiré y metí la lengua en tu coño. Gemiste y te sacudías como si fueras a correrte. Jugué con la lengua en tu culo y algunos de mis dedos se perdieron  en tu coño y pensé que para siempre. Alguien dijo algo sobre el calor en la planta baja y la frase vacía, ligera, subió por el hueco de la escalera.  Hundí la lengua en tu culo y decidí que podía perder más dedos porque tu sexo estaba abierto y quemaba.  
Te levanté por las caderas y creo que perdiste en parte el equilibrio y tu cabeza golpeó con algo, no sé si fue la puerta o el suelo. La mente nunca descansa y pensé que sería irónico que murieras así, de un golpe tonto y a punto de ser follada en la puerta de un piso de un respetable edificio de  Madrid. Pero no estabas muerta. O si lo estabas, resucitaste cuando  me apoyé en la entrada encharcada y empujé con fuerza hacia dentro mientras tiré de  tu cuerpo  con violencia hacia mí. Gritaste y la conversación abajo  se interrumpió de silencio.  Me quedé ahí, muy dentro, pensando en el metro, y en todos los hombres a los que habías hecho correrse esa tarde, pensando los ilusos que lo hacías para ellos cuando lo hacías para mí. También pensé en tu absurda fijación con  ser como Marta, y sólo pude rogar a un dios impúdico que no fueras Marta, que no tuvieras el final de Marta.
La conversación abajo prosiguió y te tapé la boca  y salí y volví a entrar con más fuerza, hasta tocar fondo y chocar con algo en tu interior y levanté el cuerpo, te levantaba el cuerpo ensartada en mí y me moví pegado a tu culo y te sentí sacudirte mientras detrás de la mano tu boca decía así, así así, así como en el metro, así mi amor y te dije que yo no era tu amor, que  aquello era carne y nada más y volvía salir y a entrar buscando el estallido que acompañara el tuyo sin pensar en el ascensor que subía y subía y yo entraba y salía y el metro se movía como una polla de metal dentro de tu coño túnel para llevarme a otro lugar más lejos mejor más adentro y gritaste otra vez y grité y qué mierda me importaba la humedad y los gamberros que preocupaban  a la vecina anónima que calló al instante mientras arriba dentro y fuera no dejaba de volcarme y de volcarte mientras gemías. El ascensor se detuvo con su luz huraña y yo alcancé a empujarte dentro y cerrar la puerta sin salir de ti, respirando por tu coño agitado mientras alguien salía al pasillo, comentaba algo opaco y volvía a bajar.
Mucho después seguíamos allí, pegados. Y me lo preguntaste:
—¿Qué hubiera pasado si no  lo conseguía?
—Que no te hubiera follado — dije besando tu  oreja.
—Pero lo conseguí —dijiste orgullosa.
Tenías razón. 
Lo habías conseguido. Porque el requisito del relato, la condición insalvable no era sólo que hicieras correrse a un tío en pleno metro, a la vista de todos y sin mediar palabras o miradas. 
La condición era que antes de bajar o después, pero en todo caso antes de salir de la estación, uno de ellos lo hiciera.
Y lo hizo el último. 
Titubeó al verte bajar en  Pacífico. 
Pero el impulso pudo más que la vergüenza y te siguió hasta la cola de la escalera mecánica, conmigo pisándole los  talones. 
Y olvidando el pudor y hasta la mancha de su pantalón,  mientras  esperaba para subir, se acercó y te dijo, con voz tan nítida que pude oírlo:
—Gracias.
Que fue lo que yo le dije a Marta aquella primera tarde, cuando nos conocimos en esa misma línea de metro, un jueves al anochecer, después de que ella, sin haberme visto antes en su vida, hiciera conmigo lo mismo que tú acababas de hacer a diez desconocidos. Aquella tarde en todo empezó y yo no sabía que entraba en una locura deliciosa y trágica, porque pensaba que  aquello era carne.
Y nada más.

( De Yo lloré con Terminator 2 (Relatos de Cerveza-Ficción. Ediciones escalera)