lunes, 21 de enero de 2013

Uso de las preposiciones según el PP

A alguien le pagaron
ANTE la pasividad de otros
BAJO cuerda
CON dinero negro
DE alguien
DESDE hace años
DURANTE años
EN un pacto 
ENTRE dirigentes
EXCEPTO los pringados que miraban
HACIA otro lado
HASTA que se supo
MEDIANTE una venganza
PARA cambiar a los que mandan
POR otros similares
SALVO error u omisión
SEGÚN alguno se quede
SIN su
SOBRE 
TRAS tras rezar en maitines.

viernes, 18 de enero de 2013

Triángulo





Fredy dejó de aporrear la máquina de escribir y buscó con impaciencia el paquete de cigarrillos, mientras la otra mano tanteaba sin descanso bajo la mesa en busca de la botella que sabía casi vacía. Dos cigarrillos y las cuatro de la mañana, mala combinación. Tampoco suficiente whisky en el fondo de la botella. Se quitó el sudor de la frente con la manga de la camisa y volvió a la carga con el teclado. Algo de hielo en la nevera y tal vez medio paquete de cigarrillos bajo la cama, olvidados por Ella en la apresurada partida sin despedidas pero para siempre. «Para siempre», tecleó con una sola mano, porque la otra golpeaba enérgicamente el filtro del cigarrillo contra la mesa, para apretar el tabaco flojo en el arrugado cilindro de papel. «Para siempre», pensó remarcando cada sílaba con un golpe al cigarrillo que acabó por partirse. «Un poco de hielo debe quedar», escribió al tiempo que aferraba la botella abierta y dejaba caer el líquido ardiente garganta abajo. «Para siempre», escribió otra vez, como si fuera una sentencia y lo era. Fredy tomó las dos partes del cigarrillo inmolado y estudió la forma de unirlas otra vez, vaciando de tabaco la que terminaba en el filtro e introduciendo la otra mitad dentro de su frágil funda de papel. Realizó la tarea con cuidado, pensando que si Ella lo viera ahora no podría tacharlo de impaciente ni decirle que echaba las cosas a perder por impulsivo. Ella. Ni le acusaría de tremendismo, ni de falta de calma para el amor lento y moroso que a Ella le gustaba. Fredy hizo una bola con el cigarrillo y lo arrojó al cesto de papeles. Cayó fuera.

«Cayó fuera», dijeron los dedos de Raúl al teclado del ordenador, que obedeció con suavidad. Le dio la orden a la tecla que guardaba lo escrito y lo grababa en el disco para prevenir cualquier corte de luz, y extrajo un cigarrillo con dos dedos de la caja dispuesta al costado izquierdo del teclado, en irreprochable paralela con el teclado y el encendedor. Aspiró el humo espeso con deleite y luego dejó el cigarrillo sobre la ranura del cenicero, también paralelo a todo lo demás. Controló que el cigarrillo quedara en perfecto equilibrio, más dentro que fuera del cenicero, para que no cayera a la mesa al consumirse en el tiempo que duraría su incursión a la cocina. Se sirvió una medida de whisky ambarino y le agregó dos cubos de hielo transparente. Cuando regresaba al cuarto de trabajo, la respiración agitada de Ella en el dormitorio le estropeó la sensación de soledad. La observó dormir inquieta, con las sábanas enroscadas en el cuerpo y la manta bajo la cama, en el suelo, junto a la ropa arrugada y media docena de revistas y libros. Por todo el dormitorio estaban regadas las pertenencias de Ella, los bolsos a medio vaciar, la maleta abierta en el centro de la alfombra como una sonrisa burlona. Raúl sintió una angustia medida pero cierta y estuvo a punto de comenzar a recoger cosas en la penumbra del cuarto. Se contuvo y volvió al ordenador y al cigarrillo que le esperaban, obedientes. «Entonces supo que lo haría, y la certeza, en lugar de darle paz, le dio la furia», escribió con veloz pero armonioso baile de los dedos sobre el teclado. Lo haría, se dijo Raúl. Y la única emoción que cruzó su mente fue la seguridad de que un problema pronto dejaría de serlo. «Para siempre», escribió casi con placidez. Era lógico y conveniente, de manera que sólo le quedaba calcular los detalles y decidir el momento, que una cosa era hacerlo y lo haría, y otra muy distinta arriesgar más de lo necesario. «Matar al tipo era imprescindible, instintivo, imperioso. No le hacía falta enumerar razones: todo eran motivos y el lugar y el momento eran lo de menos. Lo importante era matarlo», tecleó Raúl con parsimonia. La brasa del cigarrillo se acercaba al filtro y la separó con cuidado presionando contra el fondo de cristal del cenicero, para que se consumiera sola y sin dejar en el aire ese olor a plástico quemado que luego costaba desalojar. Raúl pensó que lo haría porque debía hacerlo, y un murmullo en sueños de Ella desde el dormitorio apoyó su razonamiento. No es que el tipo fuera tan poderoso como para temerle, aún con su irracionalidad proverbial que lo hacía imprevisible. Pero de alguna manera conseguía alterar su orden, inmiscuirse en la vida organizada de Raúl, alterarla. Y eso no podía continuar. Bebió un sorbo de whisky, un pequeño y fresco sorbo.

«pequeño y fresco sorbo», aporreó Fredy en el ruidoso teclado, como si la vieja Remington tuviera la culpa y sospechaba que la tenía. El último cigarrillo arrugado le colgaba de los labios y un grueso taco de ceniza cayó sobre su pantalón. Lo barrió de un manotazo, dejando la marca de la trayectoria gris pintada sobre la tela. «Será esta madrugada», pensó sin escribirlo. «Sé que el tipo se queda hasta que amanece escribiendo sus torpes novelas y conspirando para quitármelo todo, para dejarme como un payaso inútil, para robarme las ideas y ponerles su sello.»
Volvió a la carga con la máquina de escribir que rechinaba y se defendía del ataque trabando de cuando en cuando dos o tres brazos de metal frente a la cinta gastada. Fredy separaba las matrices con furia, manchando sus dedos con fantasmas de letras superpuestas. Decidió escribir más despacio, una letra por vez, aunque los diálogos y las acciones de los personajes le llegaban revueltos y veloces, pero sin perder esa relación con la trama central de su novela que siempre lo maravillaba por lo inexplicable. Pero al poco tiempo la impaciencia volvía a dominarlo y una «a» arrastraba en su viaje a la «s» y la «w». Fredy fusiló la palabra indescifrable con una furiosa línea de «x» y siguió escribiendo. «Lo único que llegaba a alterar al tipo si no por completo sí de una manera fría y rencorosa, era que él decidiera en su vida, que le condicionara los gestos y le arruinara con perverso placer el orden establecido con tanto cuidado», dejó escrito en el castigado folio perforado en algunas letras por la fuerza de las teclas. Fredy golpeó la mesa, sintiendo que no podría esperar hasta la madrugada para matarlo. Fue hasta el dormitorio vacío de Ella y comenzó a rebuscar en el armario, arrojando fuera ropa sucia mezclada con otras prendas limpias y arrugadas. Una braguita negra y breve le clavó una punzada de recuerdos de Ella y la presionó entre sus manos. Y supo que era la ausencia de Ella el detonante de una situación insostenible. Había perdonado todas las impertinencias del tipo, casi resignado a no poder prescindir de sus rarezas. Pero habérsela quitado era el límite en el que se reunían todas las cuentas pendientes. Y eran muchas. Además, sospechaba que si se la había quitado era por capricho, por demostrarse que podía hacerlo, como si fuera un juego. Fredy estaba seguro de que acaso el tipo ya estuviera arrepentido de habérsela llevado, pero no por el daño causado, sino por el problema que Ella significaba en su manía de planearlo todo hasta la saciedad. Dentro de una caja de zapatos encontró lo que buscaba: el revólver estaba cubierto de polvo y con una sombra de óxido en el tambor. Pero funcionaría. Deslizó con nerviosismo las balas en sus orificios, y miró fijamente el reloj apurando la marcha de las agujas en su agónico paseo interminable.

«agónico paseo interminable», escribió Raúl con la espalda recta recostada contra el respaldo de su silla. La madrugada era el mejor momento para hacerlo, cuando el tipo salía de casa para exigir su desayuno en un bar adormilado. Pese a su carácter caótico, el tipo respetaba cierta rutina, aunque seguramente lo ignoraba. Tras toda una noche de castigar el papel con sus febriles frases de una novela caótica e interminable, salía a desayunar y dejaba tras de sí el ambiente cargado de humo y olor a colillas mal apagadas. Lo había encontrado más de una vez y cuando se cruzaban parecía no verlo, ensimismado en sus pensamientos y murmurando palabras atropelladas. Los ojos alucinados y el paso distraído pero veloz, como si alguien lo esperase en alguna parte. Raúl pensó que sería fácil, muy fácil, si escogía el momento preciso y apuntaba con cuidado. Abrió el cajón inferior de su mesa de trabajo y de un estuche de cuero extrajo la lustrosa pistola que olía de modo tenue a metal y aceite. La desmontó pieza por pieza y procedió a limpiarla antes de volver a montarla.

«antes de volver a montarla», quedó escrito en el folio manchado con el círculo de un vaso sudoroso en el extremo superior. Fredy se removió inquieto en la silla. Faltaba poco tiempo, el sol salía sucio tras la ventana. Sabía cómo sorprenderlo desprevenido, en la calle vacía. Demasiadas madrugadas se habían visto sin reconocerse, cuando el tipo, con su aire impecable y abstraído, salía a la calle como si la calle no mereciera sus pasos pedantes. Fredy imaginaba su cuarto de trabajo pulcro y organizado, la pila de folios escritos maciza como un bloque y las ventanas abiertas para que el ambiente se despejara. Cómo odiaba a ese tipo que se la había quitado. Sospechaba que después de matarlo no podría escapar: era el sospechoso perfecto y tampoco le importaba. Lo primero era matarlo, después vería qué hacer. Se puso de pie de un salto y arrancó el folio a medio escribir del rodillo manchado de la Remington. Dejó caer el revólver en el bolsillo de la cazadora y buscó sin esperanzas un cigarrillo olvidado. Era la hora. Cuando estaba en la puerta de la habitación se detuvo entre dos pasos. Hizo una bola apretujada con el folio y lo arrojó con fuerza hacia la papelera vacía. Cayó fuera.

«cayó fuera», fue lo último que escribió Raúl antes de grabar todo el texto en la memoria del ordenador, apagar el aparato y cubrirlo con la funda para protegerlo del polvo. Apiló los folios con cuidado y los colocó en una bandeja. Después llevó el cenicero y el vaso a la cocina y los lavó concienzudamente. Se asomó al dormitorio y espió el dormir revuelto de Ella, recordando como entre nieblas que todo empezó como un juego de seducción, una visitante más de su cama que no sabía ni quería saber de despertares compartidos; y que por obra del descuido de su odiado enemigo se había convertido en una invasión permanente de su vida, un problema no previsto, un desorden no deseado. Descolgó su abrigo del armario, volvió al cuarto de trabajo y deslizó la pistola en el bolsillo. Apagó las luces antes de salir.

Iba rumbo a la puerta del edificio que daba al día aún por estrenar, pensando en nada y en todo, y en los problemas que se veían venir, problemas sin solución aparente. Y en los errores. Porque todo el mundo comete errores que luego cuesta rectificar; al menos rectificarlos sin que fueran parches disonantes de esos que estropean la mejor novela. Por momentos, las cosas parecían ir sobre ruedas, como siguiendo una trayectoria impecable. Pero luego se torcían y mezclaban de manera tal que creía que no podría enderezarlas. Como si los personajes tuvieran vida propia. Como si al pensarlos los creara en realidad, en carne, hueso, odios y amores. Ridículo. Pero lo cierto era que a veces las cosas sucedían en la novela fuera de lo previsto, y las líneas argumentales se desviaban hasta tal punto que corregirlas parecía una intromisión imposible. Claro que al final, en el último momento, lograba salir del atolladero. Pero sospechaba que esta vez sería distinto. La luz del alba anticipada, como siempre, era una cómplice perfecta para aclarar las ideas, y la puerta del edificio marcó el final de la noche en el momento mismo en que el pie izquierdo tocó la calle.
Entonces los vi, uno a cada lado de la puerta, con un arma en las manos y dispuestos a matarme aunque eso significara su propio fin. Y supe que no podría corregir mis errores ni terminar la novela. Los personajes así lo habían decidido.
La bala de Fredy fue la primera en alcanzarme.
Pero la de Raúl me dio en el corazón.



La maldición



" Siempre me dijeron que era guapo, amor mío. Incluso antes de convertirme en vampiro. Las primeras palabras de mi madre fueron: 'no hay  un bebé más bello en toda Bretaña'. Pero a los dos años fui mordido por aquél caballero al que mis padres dieron asilo en el castillo, y la siguiente vez que mamá me hizo un cariño, fue la última. Papá se enfadó bastante. Me recluyó en una mazmorra, pero hasta los criados que, aterrorizados, se asomaban a verme, decían que nunca habían visto un niño tan tan hermoso. Esa belleza me sirvió para escapar, cuando llegué a la pubertad y una de las siervas me liberó para iniciarme en las artes del amor. Una muchacha deliciosa, pese a su origen humilde. Y muy jugosa. Papá, tal vez por las penurias pasadas, sabia peor. Y esa perfección mía que todos señalaban me sirvió para sobrevivir hasta que dejé de envejecer, hace 250 años.¿Sabes cuántas mujeres me han amado, sin que yo pudiera ofrecerles más que desconfianza y un mordisco en el cuello? No lo digo para despertar tus celos, amor, sino para que me comprendas. Hasta que te conocí, nunca supe si caían a mis pies por que soy atractivo o por la fascinación que, dicen, ejercemos los vampiros sobre los mortales. Recuerdo con afecto a esa pintora rusa que hizo de mí decenas de retratos, sin que yo me reconociera en ninguno. Nuestro romance acabó una mañana, tras el desayuno. En realidad, yo la desayuné a ella, convencido de que me engañaba al pintarme. Y así pasé siglos de soledad, hasta que te hallé, ya en 2010, en un bar de Malasaña. No te mentiré: si sobreviviste a nuestra primera noche fue porque eres ciega, y cuando recorriste mi cara con tus dedos, supe que no mentías, como hacen los espejos al regalarme el vacío por respuesta. En este año juntos, tu amor me rejuveneció, me hizo creer que podía vivir  como un hombre normal, un ser social. Pero no es así, mi amor. No es así. He atravesado las centurias sin poder ver mi rostro, pero ya no soporto esta maldición: la imposibilidad de colgar una foto mía en mi perfil de Facebook. Por eso te dejo esta carta mientras duermes, tras una noche de pasión. El sol está ya alto en el cielo y tras besar tu frente sin mirar tu dulce cuello, saldré a la calle para que sus rayos acaben con mi tortura. Se puede vivir eternamente siendo un vampiro, pero no siendo un vampiro vanidoso.
Tuyo, siempre,
Narciso".

jueves, 17 de enero de 2013

En breve, EL HUEVO IZQUIERDO DEL TALENTO









Una ciudad sin mar de la que desaparece gente por la noche, de la noche. 
Un medio poeta tan cansado de equivocarse por su cuenta, 
que confía las decisiones a un puñado de cerillas. 
Una mujer fuerte con el corazón frágil.
Un bar en el que se dan cita todos los locos de la ciudad. 
Una puta virgen que recibe vestida de novia. 
Un boxeador reconvertido en peluquero de señoras. 
Un camello enamorado. 
Un Apostador de sueños. 
Un pasado que siempre vuelve a cobrarse las deudas. 
Un policía pequeño y malo. Otro enorme y ya veremos. 
Un virtuoso de la flauta que sólo puede tocar sentado en el inodoro.
Un deseo que puede resultar mortal. 


Una noche cualquiera en una ciudad sin mar.

Si?







Sí.




Han dicho de la novela: 

Esto es un estuche lleno de joyas de otro. Deseo, muerte, alcohol y ternura. Un estuche lleno de seres humanos. Hacía mucho, mucho tiempo que no me sentía tan cerca de un verdadero contador de historias, y es muy emocionante.
Cristina Fallarás

Salem se escribe encima: torrente narrativo, sentido del humor como arma de asedio y melancolía del desarraigo. Hace sonar todo eso a la vez y sabes que es él”
Carlos Zanón

Con El huevo izquierdo del talento, Carlos Salem consigue un más difícil todavía: el entusiasmo por la escritura y las ficciones, el gozo romántico del que escribe, llegan hasta el que lee convirtiéndose en pura vida.
Marta Sanz

He aquí uno de esos raros libros donde la vida entera cabe en un bar. Un bar indecente, donde el amor está a la venta, las pintadas del retrete guardan endecasílabos y la muerte bebe hasta caer desplomada en la barra
David Torres Ruiz



El “Poe” es el hombre que está solo y espera, acodado a la barra de un bar, una respuesta que quizás nunca llegue. Hasta él, confesor, llegan los asesinos y sus víctimas, los hombres que ya no son nadie y las mujeres que extraviaron sus sueños. Con este libro Carlos Salem alcanza una madurez como narrador verdaderamente envidiable.
Raúl Argemí

En breve en librerías, y ya puedes reservarla en

domingo, 13 de enero de 2013

Bolsillo



(Este relato surrealista o lo que sea, forma parte de un libro 
ilustrado por el gran Toño Benevides )





Sotanovsky sintió que el bolsillo izquierdo le pesaba una barbaridad. De inmediato se sumergió en cavilaciones sobre los métodos utilizables para pesar barbaridades, se preguntó si la medida a utilizar serían libras o kilos, y concluyó en que eso dependería de la región del mundo en que se efectuara la operación, ya que una barbaridad anglosajona sería diferente de una barbaridad latina. Pero cuando se disponía  a interrogarse sobre el peso de una barbaridad oriental y su correspondiente fraccionamiento, advirtió que de su bolsillo izquierdo salía una melodía lúgubre y ventosa. Apoyó la palma sobre la tela del pantalón y percibió los latidos. Eran varios y con diferentes ritmos. 
El pantalón era de buena calidad y su apariencia, inmejorable. Desde que la hallara meses atrás, prolijamente doblada sobre el banco de cemento, junto a la parada del autobús, la prenda y Sotanovsky se habían vuelto inseparables, acaso porque no conseguía bajar la cremallera cada vez que intentaba quitarse el pantalón. 
Eso no ocurría cuando los designios de su vejiga pedían la liberación de líquidos, o cuando necesidades mayores lo llevaban a la poco elegante posición en que todo humano ha de caer varias veces por semana. En esos casos, el pantalón se mostraba razonable y la cremallera cedía sin esfuerzo, permitiendo de buena gana las operaciones de evacuación. Sin embargo, las dos o tres veces que él había abusado de su buena fe para tratar de quitárselo aprovechando esas licencias, el pantalón se rebeló con furia, llegando a lastimar partes de Sotanovsky, muy queridas, sino por las satisfacciones que le habían proporcionado, sí por las que soñaba le dieran alguna vez. 
Sacudió la cabeza y siguió andando. Lo más difícil había sido habituarse a dormir vestido, lo que le valió numerosas críticas por parte de su ex amante, Jackeline, quién al poco tiempo dejó de quejarse, razonando que «para lo que había que ver…». El desencanto de la muchacha era comprensible, ya que el pantalón y no Sotanovsky, fue el responsable del penoso equívoco que rodeó el inicio de su romance; y aunque él hombre intentó convencerla de que el llamativo bulto que ella había percibido en su entrepierna la noche que se conocieron, se debía a una estratagema del pantalón, decidida sin contar con su aprobación, ella insistía en la teoría del fraude comprobado esa misma noche en el piso de Sotanovsky.  
El bolsillo intentó atraerlo con la efusión de perfume a madreselvas que no surtió efecto, ya que el hombre, verdadero experto mundial en estas flores, desconocía su aroma y sólo las había visto en fotografías. Sotanovsky se consoló pensando en la cantidad de dinero ahorrada en pantalones desde que hallara el suyo, ya que la prenda jamás perdía su aspecto planchado y flamante. Le rondó cierta desazón al pensar en el día que descubrió que esa apariencia nueva mejoraba si alimentaba el pantalón con objetos en los bolsillos, y la científica maldad que lo llevó a experimentar el alcance de esta teoría, dejando de alimentar al bolsillo derecho. Descartó el pensamiento, por los ecos dolorosos que traía. 
El bolsillo izquierdo quiso llamar su atención con la interpretación -no muy lograda, pensó Sotanovsky- de un fragmento de Mozart, y una imitación razonable de los gemidos amorosos de una novia olvidada en una esquina de la adolescencia.
—Si recordara el nombre de la calle...—mumuró en voz alta Sotanovsky al recordar las curvas y humedades de aquella muchacha.
Descartó la idea porque había pasado mucho tiempo y si lograba recordar en qué esquina la había olvidado, temía hallarla muy deteriorada por la intemperie. Siguió andando, ajeno a las estratagemas del bolsillo, que abandonando todo recato, se echó a llorar.
—No me conmueves —le dijo Sotanovsky temiendo lo peor. 
Con disimulo, se palpó el bolsillo derecho, inerme y quieto. Creyó detectar cierto latido, pero supo que era imposible y le faltó muy poco para unirse a los sollozos del bolsillo izquierdo. Después de semanas, aún no lograba sobreponerse de la pena que la causó la muerte del bolsillo derecho. Suspiró al recordarlo, siempre tan educado y discreto, capaz de cargar con infinidad de objetos sin proferir la menor queja. Desde su fallecimiento, Sotanovaky se sentía más solo que nunca. Pero había sido necesario acabar con él, como hacía ahora con el bolsillo izquierdo. El pantalón debía morir, pese a lo excelente del género. A Sotanovsky no le importaba su tiranía, pero el color le parecía detestable. 
Pese a su determinación, le inquietaba la resistencia del bolsillo izquierdo, que siempre había mostrado una personalidad más inestable que el derecho. 
Llegó a la parada con varios minutos de antelación. El bolsillo izquierdo estaba en silencio. Palpó la tela y sólo después de algunos segundos alcanzó la calma de la certeza: el bolsillo no había muerto, sólo estaba durmiendo. Certificó ese diagnóstico el ronquido grave y acompasado, que brotaba de la boca entreabierta del bolsillo. «Mejor así», se dijo Sotanovsky, que como asesino de bolsillos no era gran cosa. 
El autobús asomó su morro aplanado al final de la calle. El ruido del motor se perdía bajo el de los motores humanos y  rencorosos que atestaban el aparato, y la premura por conquistar un lugar entre la muchedumbre, llevó a Sotanovsky a calcular distancias, potencia del salto y velocidad de la monedas al caer sobre la mano del conductor. Echó atrás la pierna izquierda, llenó de aire sus pulmones y sin pensarlo metió la mano en el bolsillo para buscar las monedas. 
Sintió un tirón, al principio casi una fuerza de cosquillas, como cuando dejaba la mano cerca del tapón de la bañera y el agua al irse jugaba a llevarlo con ella ; pero enseguida se convirtió en una succión un poco obscena, una rabia de pozo, un viento de fauces. 
Quiso resistirse y echó el cuerpo hacia atrás, obteniendo el anticipo de una victoria cuando el bolsillo cedió en su empeño. Pero al aflojar los músculos para repetir el intento, el bolsillo izquierdo tiró con fuerza de titán y  Sotanovsky supo que estaba derrotado. La oscuridad del bolsillo engulló su cuerpo y al caer, se asombró del tamaño interior de un bolsillo tan pequeño por fuera y que por dentro parecía más amplio que su piso. «Y seguramente con un alquiler más bajo», pensó. Alcanzó a reconocer algunos objetos que creía perdidos y casi fue feliz al ver, hacia donde calculaba que estaría el Norte del bolsillo, aquél billete de 500 que creía perdido hace tiempo. Se emocionó al pasar junto al papel doblado en triángulo, en el que Jackeline le apuntara por primera vez un romántico insulto, y la nostalgia atenazó su pecho al reconocer, flotando en el negro vacío, algunas plumas sintéticas del primer cú cú que estrangulara, cuando era poco más que un niño. 
Siguió cayendo y contabilizando reliquias entrañables que daba por perdidas, hasta tocar fondo sobre una mullida capa de pelusas. Le pareció divisar siluetas inmóviles como muñecos, pero la oscuridad era total.  
En el silencio oyó un sonido breve y definitivo, «como un suspiro cósmico que sube hacia salida del bolsillo», se dijo. 
Pero de inmediato se convenció de que no era un suspiro, sino un eructo.


El hombre llegó corriendo, y sus piernas en el aire parecían pisar el humo que dejaba el autobús al alejarse. La cara redonda y maliciosa de un niño le hizo burla y tropezó con un adoquín, antes de caer en un charco. Revisó su diccionario mental de insultos y decidió economizarlos porque no eran tantos y tenía un vasto día por delante. 
Al sentarse en el banco, reparó en el pantalón, prolijamente doblado y de aspecto flamante. «Parece nuevo y caro», se dijo. Comprobó que la talla era la suya, midió el largo de las piernas, y mirando hacia los lados lo ocultó en su maletín. Hasta que llegara el próximo autobús tenía tiempo de volver a casa y cambiarse. Cuando el jefe lo viera llegar vestido con una prenda tan cara, no se atrevería a regañarlo, y puede que hasta la estirada de Sofïa se diera al fin por enterada de su existencia. 
Volvió sobre sus pasos silbando confiado. 
De alguna manera, tenía la seguridad de que esa mañana empezaba una nueva vida. 
La calle, juraría, olía a madreselvas.

Cuando la piel sobra

(Un cuento publicado hace un tiempo en la revista El rapto de Europa)





Se conocieron por casualidad, en un foro de pretensiones intelectuales e intenciones vagamente románticas. Ella celebró la agudeza de sus comentarios y él se maravilló de la coincidencia de ambos en repudiar ciertas películas de moda, que todos ponían por las nubes y a ellos se les antojaban aburridas. Ella mencionó al pasar cierto chat en el que se daba cita gente "como ellos", y él patrulló esa dirección durante tres noches, hasta que volvieron a encontrarse. Por el privado asumieron los gustos comunes y minimizaron los divergentes, con la prudencia de quien se acerca desarmado a un ciervo y no quiere que se espante. Acordaron desde el principio no darse los verdaderos nombres, ni las direcciones de email y -mucho menos- caer en la vulgaridad arcaica de intercambiar teléfonos.
Como se sentían jóvenes y tecnológicos, iniciaron su amistad en Tuenti, la consolidaron en Twitter y se volvieron cómplices en Facebook.
Cuando adquirieron confianza, se contaron proezas y desventuras sexuales en largos mensajes de apariencia inocente, desconocidos que se están conociendo y desean ofrecer al otro el perfil más mundano. Pronto pasaron a las confesiones sentimentales y ella habló de ese ex inepto pero recurrente del que por fin se había librado meses antes. Él le contó de su convivencia desastrosa con la que creyó sería la mujer de su vida y que había acabado con un temprano desengaño y una tumultuosa separación. Ella reconoció que si había aguantado tanto tiempo a aquél imbécil, fue porque la tenía enganchada sexualmente, y él correspondió a su confesión admitiendo que le había ocurrido algo parecido. Ambos construyeron, a medias, una sentencia que les pareció de lo más inteligente, según la cual, la piel sobra si antes no se toca el cerebro del ser amado. Sabiendo que caían en el repetido tópico, él citó una frase de la película Martín Hache, con la que un personaje declara que prefiere follar mentes, y ella, lejos de espantarse, tecleó risas de buena gana, ya que había mencionado su película y su frase favoritas.
Acaso para que la comunicación no se centrara sólo en el sexo, otra noche él le habló de su infancia tranquila y protegida, de la que sin embargo había salido bañado por una sutil melancolía de la que no sabía o no quería librarse. Ella le contó de la temprana muerte de su padre, cuando era una niña, y de cómo, sin querer, culpaba a su madre.  Entristecido por la tristeza prójima, a la noche siguiente él le preguntó que parte era la que más le gustaba de su cuerpo y ella dijo que el cuello. Cuando le tocó el turno, él habló de sus manos y ella dijo que las imaginaba fuertes e inquietas. Cuando llegó el turno de las porciones corporales odiadas, ella declaró sin pudor que su nariz, y él habló de sus piernas, irremediablemente torcidas. Entre bromas, se desafiaron a enviarse fotos de esos "defectos" del otro a los que quitaban importancia, pero cuando comenzaron el intercambio, días después, ella mandó una instantánea de su cuello, con el pelo recogido y la espalda desnuda, que él elogió sinceramente, antes de mandarle una foto de sus manos, que ella dijo eran como las había imaginado. Poco a poco se fueron enviando trozos del cuerpo, evitando su nariz y sus piernas, las de él, porque las de ella en la foto eran, según él declaró enfáticamente, "perfectas". En este punto ella dijo que en realidad no era la nariz la parte de su cuerpo que más odiaba, sino su culo, que creía demasiado voluminoso, y tras hacerse rogar durante varios mensajes, se lo mandó por foto. Él desmintió la infamia asegurando que era el culo más bello que había visto en su vida y ella, con rubor visible en la letra impresa, exigió ver sus piernas. El tardó unos cuantos minutos y dudó antes de darle a la tecla enter, y cuando ella abrió la foto vio sus piernas desnudas, pero también su sexo erguido e hinchado. Ella no respondió durante un rato, y en el siguiente mensaje cambió de tema durante varias réplicas, hasta que él no pudo más y le preguntó si la había ofendido. Ella dijo que no, que la había excitado y que se estaba tocando y esa fue la primera vez que follaron en la red, contándose en mensajes entrecortados y a veces casi ilegibles, lo que sentían y se hacían. Ella dijo "me corro" antes de decir "te quiero" y a él le pareció la frase más romántica que había oído jamás. Para compensar, durante los tres días siguientes hablaron de otros temas, pero al cuarto se citaron en Skype y lo hicieron viéndose por primera vez, y él desmintió las calumnias sobre la nariz de ella y perdieron el pudor al verse en la pantalla y se tocaron como si fueran las manos del otro las que los tocaban. 
El tiempo pasó, pero la pasión y la compenetración no. Nunca se dieron los teléfonos, pero sí usaron sus iphones para mandarse SMS tórridos o tiernos a cualquier hora del día, y también por Facebook celebraron por el primer aniversario de su relación.
Algo se fue deteniendo, en especial cuando ella detectó que tenía varias "amigas" en la red que le tiraban los trastos, y él correspondió con un pequeña pero intensa riña al ver el comentario de un tal Armando, que hablaba de lo bien que lo habían pasado juntos cuando fueron al cine a ver aquella película, el martes pasado. Pero lo superaron porque tenían tanto en común y compartían tantas cosas, que esas minucias pueriles no podrían con ellos. 
Rompieron, por WhatsApp, una noche de invierno, cuando faltaba un mes para que se cumplieran dos años de relación. Él apagó el ordenador, se sirvió un whisky y encendió un cigarrillo antes de asomarse a la ventana. Dejó vagar la mirada por la iluminación navideña de la plaza de Tirso de Molina, empobrecida por la crisis. Y se dijo que si le hubiera pedido el nombre, algún dato para localizarla, habría salido a buscarla esa misma noche. Ella, por su parte, se preparó un café bien cargado, porque total, esa noche no pegaría ojo y era mejor colaborar con el insomnio que luchar en vano contra él. Desde su balcón, se preguntó qué había fallado y supo que jamás encontraría a otro hombre como él. Suspirando, comenzó a dibujar un corazón en el vaho que empañaba el cristal de su ventana, pero lo borró con la palma de la mano y al lado trazó una arroba.  Pegó la frente al cristal y, entre los huecos del dibujo, dejó vagar la mirada por la plaza de Tirso de Molina, iluminada por la parca iluminación navideña, empobrecida por la crisis.

martes, 8 de enero de 2013

"ASTURCONES" en Oviedo y Gijón

ATENCION Oviedo y Gijón del 18 al 20 de enero se presenta ASTURCONES, antología de poetas asturianos que son y están.
Editado por CANALLA EDICIONES

Sabe


Mi dedo sabe a ti
que respiras enroscada a mi pierna
en la cama deshecha.

Lo miro con envidia en la penumbra
mientras me voy al planeta
en el que los las horas no importan
y te llevo conmigo.

Cambio la urgencia de entradas
por las cosquillas de tu pelo en mi nariz
y  me pregunto si mañana tendremos
tanta hambre de mutua exploración.

Interrogo a mi dedo
y me dice que sí.

 Mi dedo sabe a ti.

Mi dedo sabe.