lunes, 18 de febrero de 2013

La mancha




Redacto estos archivos para poder después olvidarlos. Para mentir que son sólo un trazado de letras, un ejército de fonemas ordenados que no tiene territorio que conquistar. Y para garantizar que en esta guerra no he de salir derrotado, los escribo del modo más crudo, el que me desnude más, el que impedirá la tentación de acabar publicándolos. No debe ocurrir otra vez lo de Laura. A ti, no.
Pero te empeñas en superarla desde la ventaja que una mujer activa como tú tiene sobre un recuerdo estático que ya no puede crecer, sólo adornarse con los abalorios imprecisos de la memoria. Porque intuyes que, para mí, Laura es una mancha que no acaba de borrarse, aunque ya no se vea. Por eso me has desafiado a la repetición imposible: escribirte relatos de mis experiencias  sexuales con Laura, ponerlos en práctica juntos, por audaces que sean, y demostrarme que la fricción de nuestros cuerpos vivos resulta eficaz, y que una mancha, al fin y al cabo, se borra frotando.  Y como todo se trenza, se teje, en lugar de dejarme fuera de los recuerdos dolorosos, el juego me deja dentro, muy dentro, de tu cuerpo y de mi memoria. Se retroalimenta, odiosa palabra adecuada. Es agotador. Me fastidia. Me encanta como les encanta su veneno a los adictos. Como le encantaba a Laura su veneno.

Estabas guapa, en el coche, con tu vestido oscuro y tan desvestido.  Habías propuesto una tregua en el juego, “un descanso”, dijiste por teléfono. Y también dijiste que aún no habías abierto el correo electrónico con el nuevo relato erótico escrito para ti y debíamos hacer realidad, la nueva bola girando en nuestra ruleta.
—Me apetece  salir a dar una vuelta, al cine, a lo que sea…
—Lo que sea menos follar.
—Hombre, dicho así… no lo había pensado. Pero ahora que lo has dicho, sí. No dejaré que me la metas, hoy, si salimos.  ¿Te apetece igual?
—Claro, tú sólo no me gustas para follar-dije. Y era cierto, aunque prefería pensar que lo decía por amabilidad .
—Entonces pásame a buscar a las nueve y llévame a cenar, a dar unas vueltas. Ven guapo, porque yo estaré deslumbrante, muy deseable, y todo el tiempo, mientras te mueras de ganas de metérmela, sabrás que hoy no te dejaré.
Como castigo me pareció pueril, pero encantador. Y acepté, desde luego.
—Pero no te engañes: esto es sólo una pausa. No quiero que cambies ni dejar el juego. Mañana abriré el correo y aceptaré el desafío, se cual sea.
Colgaste sin esperar respuesta. Y horas más tarde,ahí estabas, en el coche,  más deseable que nunca. Al verte sonreír, pensé que eras más de lo que mostrabas, y que esa intriga me despertaba cada vez nuevos deseos y preguntas. Por ejemplo, ¿era tu forma de provocarme , o siempre que viajabas en un coche ajeno, vestida de fiesta y sin bragas, te arremangabas el vestido hasta la cintura?
Te lo pregunté y reíste, inmune a las miradas de asombro de los pasajeros del autobús detenido junto a nosotros por imperio del semáforo. Digo los, pero el primero fue uno y tuve ocasión de detectarlo, de ver cómo pasaba de la mirada perdida por el hueco de cielo entre dos edificios de La Castellana, a la mirada caliente al descubrir al lado, desde inmejorable perspectiva, un paisaje más cálido.
—Tíos. Hay que explicarlo todo. Incluso a ti —acompañaste la frase con un gesto que empezó en una caricia tenue en mi nuca, bajó por mi barbilla  y rozó mi boca, antes de planear en mano abierta hasta tu coño, seguirle el contorno y volar hacia tus labios. Como un beso al revés, como si hubieras pensado en darme a probar el sabor de tu sal más íntima, pero al invertir del trayecto hubieras comprobado cómo sabía después de mi boca. A esas alturas el del autobús había alertado a otros, ya fuera de palabra o por la propia sonoridad de su respiración, y antes de que el semáforo cambiara a verde pude ver media docena de caras hambrientas comiéndose tu coño en la distancia, como peces  del lado equivocado del cristal. Una bocina nos ordenó movernos, pero a los del autobús les daba igual quedarse allí para siempre, lo dijeron con miradas lánguidas cuando el coche los dejó atrás, congelados por tu fuego.
—A vosotros os chifla que vayamos sin bragas, os pone tontos, como si eso indicara disponibilidad instantánea. Y a nosotras también, para qué negarlo. Al menos para mí, pero creo que no hay una tía que alguna vez no haya salido a la calle sin bragas para coquetear con ese lamido de peligro que se siente. Y a estas alturas ya sabrás que me mojo con facilidad y abundancia, ¿no? Pues, eso, que tengo mis rituales pero también mis precauciones. Y a diferencia de otras que conozco, que disfrutan yendo por su casa completamente desnudas en cuanto el clima lo permite, yo, cuando esto sola en casa y tengo a la vista una noche excitante, voy completamente vestida…
—Vamos, que pones la colada en traje de noche y tacones.
—No es eso, bobo. Pero vestida: bragas, sujetador, vaquero o chándal, camiseta. Y sobre todo, zapatillas, porque me excita mucho ir descalza, es por dónde empieza la desnudez, y por eso.
—No te sigo. ¿por eso te reprimes?
Me alarmó un poco ver que delante de nosotros, a nuestra derecha, circulaba letamente un coche de la policía, mientras tú, que te habías puesto cómoda para la explicación, apoyabas una pierna perfecta y recogida sobre el asiento, fumabas con esa rara elegancia, y con la mano libre te acariciabas distraída. Estuve por alertarte, pero me interesaba más tu cátedra de cómo ir sin bragas:
—Llámalo así, si quieres, pero no creo que me reprima. Me entreno, ¿comprendes? Sé que por la noche saldré, vestida para matar, que bajo el vestido no llevaré nada, y en lugar de anticipar el riesgo cuando no es riesgo, cuando estoy sola en casa, lo alimento vestida. Por oposición, si quieres, pero ando muy excitada todo el tiempo, vestida hasta la cabeza, porque sé que en pocas horas, cruzaré la ciudad en coche, con un amante perverso, a cumplir un ritual más perverso aún.
—Gracias. Por lo de amante.
—De nada. Lo de “perverso”, en tu caso, más que un adjetivo, es un verbo.
Otro semáforo nos frenó a la par del coche policial, y  pensé que el agente que conducía no podía dejar de fijarse en ti. Nadie puede. Además del vestido que mostraba más que ocultar, estaba tu pelo, tu cara, y un cuello interminable. Y la rodilla flexionada sobre el asiento, cubierta por la media. La distancia entre ambos coches era tan corta, que bastaría que el policía se inclinara un poco hacia fuera, que  quisiera advertirnos de algo, o sólo mirase con disimulo hacia nosotros, mientras hacía que buscaba algo detrás; una variación mínima de su postura le dejaría ver el resto oculto por la puerta del coche. El vestido enrollado en tu cintura, las caderas resaltando contra el tapizado del asiento, la herida húmeda de tu coño al aire, tu dedo buscando algo dentro, casi a flor de piel.
—El caso es que siempre lo hago. Incluso, después de ducharme y vestirme completa, cuando faltan minutos para que vengan a recogerme, me pongo un tanga escogido, pantys si es necesario, y los zapatos, desde luego.
—Desde luego.
—Y sólo cuando suena el timbre, cuando la salida a la calle es inminente, corro al cuarto y me quito el sujetador y las bragas, y salgo deliciosamente desnuda.
—Pero eso no explica lo del vestido arremangado y el coño al viento.
La marcha se reanudó a paso de tortuga, y tú rescataste mi mano que acababa de cambiar la marcha y la llevaste hasta tu sexo. Estaba caliente y muy mojado. Pensé que el policía, paralelo a nosotros, había advertido algo, pero no me importó.
—Ahora lo entiendes — dijiste—.Ir desnuda debajo de tan poca ropa me pone a cien, antes aún de entrar en el ascensor, y me mojo tanto que si no tomo precauciones, la mancha se notará en el vestido, por oscuro que sea. Además, así te dejo un bonito recuerdo en el asiento…
Aceleré, para ganarle metros al coche patrulla, porque sabía que te alzarías, y hasta era posible que todo el tiempo fueras consciente de la proximidad policial y jugaras a escandalizarme o ver hasta dónde podía llegar. Te izaste y pude ver la mancha oscura, densa y alargada sobre el tapizado, sin retirar la mano de tu coño. He ido a la cárcel por causa menos interesantes, pensé. Y dejé que un dedo buscara la entrada. Me fascinó la posibilidad de volver a encontrarte cuando todo pase, cuando acabe el juego por cansancio o miedo, volver a tenerte medio desnuda y húmeda con sólo acercarme a esa mancha y olfatearla como un perro en celo. Mi dedo abandonó el calor presente, para bajar a tocar, junto a sus compañeros de palma, la humedad del futuro recuerdo.
Te sentaste encima, la policía nos adelantó y podría jurar que el conductor sospechaba algo, porque discutía con el otro y nos miraba por el retrovisor.
Me daba igual. Giré la mano para tocar el tapizado con el dorso, y mi dedo medio jugó en tu coño y le hiciste sitio. Lo metí hasta que los nudillos  chocaron con tu piel mojada y no retiré la mano hasta que llegamos al restaurante.
Y durante todo el viaje me mordí la lengua para no contarte que Laura hacía y decía lo mismo, cuando iba a buscarla en coche.
Tu mancha en el tapizado, más que borrar la suya, la había enmarcado.


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