martes, 16 de junio de 2015

En torno al fuego

(En un lugar cercano, 
dentro de poco tiempo,
si no lo evitamos.)


Es cierto, amor.
Es verdad, amigos
Hay que admitirlo entre compañeros
(e incluso si se trata de fugaces conocidos).
Es mi deber decirlo, ya que soy uno de los más viejos de la tribu.

Es inútil negarlo por más tiempo, hijos míos:
Nosotros fuimos los que cambiamos el cielo por este purgatorio de pasillos.
Los culpables de todo.
Los sindiós.
Los demagogos ingenuos malnacidos de los que os hablan
en el templo
cada tarde los sacerdotes del patrón.

Casi no recuerdo cómo ocurrió.
Pero sí recuerdo una cosa:
Estábamos rodeados de hijos de puta.

Alguien nos cambiaba el precio mientras dormíamos.
Y nuestras pestañas eran en realidad
el código de barras de un producto de oferta
a punto de caducar en cualquier supermercado chino.

Y quisimos cambiarlo todo.
Pero no supimos.
No pudimos.
A veces sospecho que no quisimos.

¿Qué fue de nuestros afilados sueños,
de nuestros versos capaces partir en dos mitades y al vuelo
un rizado vello púbico o un sistema corrupto?

¿En qué descanso entre dos tiempos
decidimos empatar ese partido de solidarios contra desclasados,
el mismo que nos dijeron que íbamos ganando,
incluso sin haber pertenecido
nunca
a ninguno de ambos equipos?

¿Por qué dejamos que se apolillara en el trastero
ese abrigo  de motivos que
(dijimos)
nos salvaría de la intemperie de la historia,
escrita siempre por y para otros,
y siempre lejos?

Tal vez porque sabíamos que nos quedaba grande,
ese abrigo.

Que era menos arriesgado
hacernos el origami con los poemas y los textos utópicos,
que hacernos el harakiri con la realidad indiferente y bien vestida.
Esa  realidad que nos prometía
una silla supletoria y derecho a las sobras
en el banquete de los supervivientes;

La que nunca nos contó
(pero sabíamos,
 joder,
 claro que sabíamos)
que nuestra dignidad sería el entrante, el primer plato y el postre;
el mantel y el felpudo,
la sabana pringosa o la servilleta ajada
con que los comensales indiferentes
se limpiarían las manos o los gruesos obscenos labios
pintados
 de rojo
sangre             
 ajena.

Y nos plegamos.
En tres.
Es veintidós.
En millones, si hacía falta.

Y si no nos hartamos de esperar a que cayeran las migajas
fue porque solo nos permitieron entrar a la antesala de ágape
armados
de paciencia.

Y creímos lo que quisimos creer, queridos míos.
Y soltamos los palos
para que no nos llamaran violentos.
Y nos molieron a palos.

Y preferimos pensar que una ley mordaza
era algo que podíamos cambiar llevando el ticket
a la planta de complementos de El Corte Inglés,
donde siempre podía ser primavera
en pleno invierno
si así lo decretaba el crédito de tu tarjeta.

Y en nombre del estado de derecho
nos quitaron los derechos.

Y en vista de que no sabíamos elegir
(cuando ellos decidían que era tiempo de elecciones)
un día
directamente
decidieron por nosotros.

Y como la palabra escrita era demasiado valiosa
para dejarla en manos del populacho,
nos cortaron las manos
con el mismo quirúrgico desdén
con que antes nos habían cortado las ideas.

Y nos lo merecimos.

¿Os he dicho que estábamos rodeados de hijos de puta?
También de espejos.

Por eso cada noche,
cuando ya han hecho su ronda de cernícalos
los sacerdotes del patrón,
dejo de fingir que me he quedado vacío de esas palabras  
(secretas
Prohibidas)
y nos sentamos en el rincón más olvidado del pasillo,
en torno al fuego,
para afilar entre susurros las pocas que me quedan,
las que debéis esconder celosamente

hasta que llegue el momento
de cortar gargantas y cadenas.

Porque a cada sílaba rebelde que aprendéis
me crecen dedos en los muñones;
y acaso con el tiempo pueda empuñarlas otras vez,
pero sin miedo al doble filo,
porque solo lo que corta abre caminos.
Y nosotros estamos hartos de vivir
un simulacro de vida en un pasillo.

Por eso, hijos míos, queridos amigos,
cuando llegue el momento
y armados de palabras como alfanjes,
vamos a cortar amarras sin temor a la deriva.
Que siempre será mejor naufragar en alta mar
que ahogarnos en este charco,
un poco más cada día.

Vamos a hacerlo.
Vosotros lo haréis.
Con vuestras manos.
Con mis muñones florecidos en dedos acusadores.

¡Lo haréis!
Salvo que
como nosotros,
estéis rodeados de hijos de puta.

Y de espejos

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