martes, 7 de julio de 2015

Noches de hojalata

Noches de hojalata

Para David González, que las conoce.
Y para mí, que también.


Hay noches 
que se desangran de a poco
como ballenas varadas en una playa
de esas
que no frecuentan los turistas.

Noches
en las que no quiero estar conmigo
y no me gusto casi nada.

Noches en las que rompería a cabezazos
todos los escaparates de la gran vía
solo para saber que puedo hacerlo
y marchar silbando calle abajo 
sin temor a que venga la policía
ocupada como está 
en reprimir a los que piensan distinto
del gobierno.

Noches de verano 
en las que me abriría el corazón
y lo pondría bajo el grifo de la cocina
para que se enfríe.

Noches de alcanfor en los labios,
de no me dejes un arma a mano
y si la dejas
procura
que no esté cargada
o alejarte a tiempo.

Ya sabes qué noches digo
.
Porque a ti te pasa lo mismo 
o algo parecido
esto de conocerse demasiado 
como para quererse sin pestillos.

Esas noches con doble filo
que no importa 
de qué lado las agarres:
siempre te cortan.

Noches en las que nada es cierto 
salvo la tentación de las ventanas 
de uno noveno piso
(pero vives en  un quinto y te  faltan cuatro
porque llevas media vida repitiendo aquello que leíste
en una revista
de que para suicidarse con garantías
hay que saltar desde un noveno.)

Seguro que también a ti te pasa.
Pero yo lo digo y lo escribo 
porque ya no puedo tener
peor fama entre mis vecinos.

Noches en las que sólo 
el recuerdo del abrazo de mi mujer
me impide salir a bailar el último twist con la muerte
o pagar con sangre
las cuentas pendientes
de todos los borrachos y borrachas de Madrid.

Esas noches de hojalata
en las que se me oxidaría el alma de rocío
si no me la hubiera dejado hace siglos
en el guardarropas del bar del olvido.

Esas noches de matar o morir
o de ambas cosas,
De ser a la vez mi víctima y mi asesino.

¿Te cuento un secreto?

Esas jodidas noches también se terminan
si haces durar las copas el tiempo necesario.
Si contienes las ganas de degollar con ellas
 a los pesados
que se acercan a la barra para saber
“¿qué escribes, poeta?”
y que insisten y sonríen
cuando les dices
mirándolos a los ojos:
“escribo tu epitafio”.

Esas noches acaban
si dejas marchar
como a pájaros perdidos
a esas mujeres que no te interesaban
ni siquiera para alimentar
tu gran ego de viejo niño consentido.

Si cada trago es una cuenta atrás
y en algún rincón de la ciudad alguien madruga
como si al hacerlo estuviera salvando
a la civilización occidental
como si la civilización occidental
mereciera ser salvada.

Y suena una canción
que te recuerda cuando eras otro
y también el mismo idiota.
Y el camarero
-aunque sea amigo-
te sirve la última
como si en realidad
fuera la última de tu vida.

Haces durar la copa mientras el hielo se deshace en alegorías.

Y de repente
el buen sol aparece desflorando edificios.

Tímido
a medio empalmar
aun
pero subiendo.

Y tú
también te empalmas
porque la polla del sol es también tu polla
y ambas hacen retroceder por callejones mojados
a esa jodida noche de verano.

Una de esas noches terribles                                                                       
que por suerte siempre acaban
y por desgracia                                                                                             
siempre vuelven.

Así que ya sabes amigo:
abraza a tu mujer
deja ir a las que nunca han venido
no asesines a imbéciles
mima tu hígado
y tal vez sobrevivas a la próxima noche de hojalata.

O también puedes

hacer planes en otoño
abrigarte en invierno
aburrirte en primavera
y cuando llegue el verano
hacer gala de esos cojones
de los que tanto presumes
y cambiarte de casa
y mudarte a un noveno
con balcones a la calle.

Y saltar
desde luego.

Así
dejarás  
de tener miedo
para siempre.